El 24 de junio se cumplió otro aniversario del trágico accidente ocurrido en Medellín en 1935, cuando en el aeropuerto chocaron en tierra el trimotor Ford de Saco y el Fockker de Scadta. En el primero viajaban Carlos Gardel y su comitiva con destino Cali.
No recuerdo con precisión la etapa de mi vida en la que nació la afición por el tango y la admiración profunda por quien ha sido su máximo intérprete. Hago memoria y vuelvo a mis tiempos de juez en Buga. El despacho lindaba con el patio de la cárcel, y los reclusos movían frecuentemente el dial del radio común, del que salían los tangos porque ellos sintonizaban la frecuencia que los emitía, así que en las ocho horas de administrar justicia, yo escuchaba todos los que se habían compuesto.
Pero mi afición al ‘pensamiento triste que se baila’ no vino sola. Me dio por leer todo lo que hallaba sobre la vida del personaje, que sin haber nacido en Buenos Aires vio la luz primera en Toulouse (Francia) en 1890, hijo de Berta Gardes y padre ausente, llegó con su madre a Argentina con apenas tres años de edad. Ella se defendía planchando ropa y el chico a medida que crecía hacía oficios diversos en El Abasto, el mercado de la ciudad. Como tenía preciosa voz se fue incorporando a grupos que entonaban canciones pamperas.
Cuando Pascual Contursi puso letra a ‘Lita’, el tango que después se convertiría en Mi noche triste, Gardes cambió su apellido francés por uno más hispano, y así surgió Carlos Gardel. Hizo dúo con José Razzano, y el éxito no se hizo esperar. Actuaban en todas las ‘boites’ de lujo porteñas. Cruzaban el río de La Plata para actuar en Uruguay, país que aún reclama su nacionalidad, porque doña Berta antes de arribar a Buenos Aires con el ‘pibe’, pasó un tiempo en Tacuarembó, ciudad oriental que lo considera hijo suyo. No hay tal. Gardel nació en Toulouse y fue el más argentino de los argentinos.
De los libros que he leído sobre el cantor, el mejor de todos es la biografía escrita por su compatriota Felipe Pigna. Y digo que es el mejor porque abunda en aspectos bien documentados de los 45 años que duró su periplo vital, y es prolijo al narrar cómo sucedió el terrible accidente.
Ernesto Samper Mendoza era dueño de una incipiente empresa aérea, Saco, que el novel piloto bogotano trataba de sacar adelante, y para promocionarla le pidió a Gardel que utilizara un avión suyo para el vuelo de Bogotá a Cali, con escala en Medellín y con él de piloto. Samper no tenía experiencia con ese equipo pues sólo había manejado monomotores y éste era un potente trimotor.
Gardel accedió. Luego de la breve escala en Medellín, él y su grupo abordaron el avión, que al iniciar el decolaje se salió de la pista y embistió al trimotor de Scadta, que esperaba turno de despegue, ambos con los tanques llenos de gasolina. Se produjo la terrible explosión. Gardel y doce de su comitiva murieron carbonizados. Sobrevivieron dos, uno de ellos José Aguilar, guitarrista.
Así nació el mito. Si es cierto que los elegidos de los dioses mueren jóvenes, Gardel es el ejemplo perfecto. Sigue vivo en el imaginario colectivo. Siempre que voy a Buenos Aires, tomo el ‘subte’ y llego al cementerio de La Chacarita para depositar un ramo de rosas en el imponente mausoleo que guarda sus restos y los de su amada madre.
Allí recuerdo ‘Tomo y obligo’, último tango que cantó Gardel desde un balcón en la Plaza de Bolívar de Bogotá, la víspera de su muerte.