Para poder asistir a donde el doctor Joaquín García, en Saluvité, hube de camuflar la bolsa, de tamaño considerable y su largo tubo, sacándolos por la bragueta, en otra muy elegante de pañueletas, disimulada con la camisa por fuera. Sentí que el amor propio se me bajaba a los pies, como cuando antes me había orinado en los pantalones, como después cuando me vería obligado a usar pañal y ahora insertando el nabo las siete veces habituales en el agujero del tarro de los orines. Qué chasco, no son situaciones para un playboy, así sea del barrio Obrero.

El urólogo me examinó, me habló de las bondades de la prostatectomía laparoscópica que bajaba a ceros riesgos vitales y también los otros, que inquietan a los pacientes en igual trance, que consiste en quedar impotentes por afectarse las bandeletas neurovasculares adyacentes a la próstata. Como el caso mío no es canceroso, no se extirpa la próstata completa sino su interior y se preservan las paredes, luego el riesgo es mínimo. El otro sería el goteo, que obligaría al uso persécula del pañal, o sea el adiós a las actividades galantes.

¿Para qué sirve un hombre que no pueda hacer el amor, por más libros que tenga para leer y botellas de whisky para ingerir? ¿Quedando tanto pimpollo? A no ser que se decida de lleno a ser escritor y se empeñe en ganar el último premio con la narración de su chasco.

Eros y Eróstrato son los personajes legendarios que han signado mi tránsito. Del primero heredé las flechas de su carcaj, que he tenido el cuidado de disparar tan certeramente que he obtenido resultados 70% positivos. Del segundo el impulso de hacerme famoso a como dé lugar, así eso moleste a muchos. Pero me huelo que este señor fue una víctima de la maledicencia de sus contemporáneos, pues se me presenta la duda de que haya logrado ponerle fuego con una tea al templo de Diana en Éfeso, que eran 127 columnas de mármol que encerraban esculturas de Policleto, Fidias, Cresilas y Fradmon, ninguna de ellas inflamable.

Recuerdo que en ‘El amante’ de Lady Chaterley, el leñador Mellors y la lady les ponen nombres propios a su zona sexual, para que actúen como personajes independientes en la tremenda novela. Al de él ella lo bautizó Long John y al de ella él le puso Lady Jane. Una profesora experta en el tema tuvo la curiosidad de bautizar el mío Moby Dick.

Chicanero es el que exagera sus escasos méritos en busca de admiración y termina recibiendo burlas. Farolero el que se ciñe a la realidad, adornándola con su gracia de la autoburla y termina mereciendo la aprobación.

Que a los 78 años exprese que estoy sintiendo los primeros signos de la vejez, y no por un mapa de arrugas en el rostro bien jabonado, sino por un desarreglo interno en la próstata, me es patente de buena vida. Esta página no es para contar desventuras supremas. Pues esto le suele suceder a todos los hombres en su momento, sino como un ejercicio de humor doloroso que me puede servir de catarsis.
El caso es que en Cali el doctor García me ordenó los exámenes correspondientes para proceder a la cirugía. Me dirigí donde el cardiólogo doctor Vera, quien mientras procedía al electrocardiograma me cantaba las excelencias de este urólogo, quien le había retirado toda la próstata cancerosa sin ninguna disfunción ni goteo qué lamentar. En cambio el periodista Elkin Mesa me llama para advertirme que a él le practicaron igual cirugía y debió cambiar los placeres del lecho por los de la mesa. Pero mi EPS Compensar no autorizó mi operación en la amable sede de Saluvité. El doctor García procedió a extraerme la sonda en menos de lo que canta un gallo, y me despachó para Bogotá sin las molestias de la nadada y de los gemidos.
Llegué, cantando victoria. Se había desobstruido el cañuto y me sentía como en mis mejores jornadas. Pero el doctor Salazar, en medio de su cordialidad, fue inflexible. Ya lleva más de tres años sacándole el cuerpo a lo inevitable. Hágase estos exámenes y los espero el martes.
En este momento estoy subiendo en el ascensor al patíbulo.