Toda la verraca vida escribiendo para al final no tener alientos ni para elaborar un buen epitafio. Similar por lo menos al de Groucho Marx, que me parece el culmen de la elegancia: “Señora, perdóneme que no me levante”. Durante mis horas de ocio, que desde que me alejé de la vagancia suelen ser todas, me dedicó a escrutar temas que me ayuden a pasar por este valle de lágrimas de cocodrilo llamado tierra. Entre ellos verbigracias al cielo los epitafios de gentes famosas, que gracias a su ingenio lograron sobrevivirse.
Encuentro la del Marqués de Sade, cuya sabia simplicidad me conmueve: “No viví más porque no tuve tiempo”. Y la de Dorothy Parker, a pesar de que no tuviera mala fama en esas cosas del sexo: “Disculpen mi polvo”. La muy teatral de Beethoven: “Que los amigos aplaudan. La comedia ha terminado”. La del dubitativo Unamuno: “Piedad, Señor, con el alma de este ateo”. La irónica de Jardiel Poncela: ¿Queréis oír elogios? Moríos”. La sospechosa de Bach: “Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”. Y la rotunda del profesor William Hahn: “Os dije que estaba muy enfermo”.
En una de las entrevistas que me hizo el fundador del Nadaísmo para darme lustre y ganar sus frisoles de cada día me inquirió qué epitafio me gustaría para mi huesa. Tuve la ocurrencia, como buen creativo publicitario, de espetarle: “Aquí Yace Fue”. Aunque a mí ya no me gusta a él le encantó. Y me sugirió que hiciera, como ejercicio fúnebre literario, lo mismo con todos los poetas del grupo que fueran abandonando la ropa. De casualidad, en el océano de borradores de mi escritorio, en una de mis carpetas encontré éstos:
Gonzalo Arango: “Para quejarme tendría que estar vivo”. Amílcar Osorio: “El nadaísta que no nadó”. Elmo Valencia: “Nunca trabajé. Y qué trabajo me costó morir”. Jaime Jaramillo Escobar. “Se cansó de esperarme la eternidad”. Humberto Navarro: “Descansen en paz”. Alberto Escobar: “Yo aquí no quepo”. Alfredo Sánchez: “Sólo quedan mis esquirlas”. Dina Merlini: “Ya vuelvo”. Darío Lemos: “Lemos Hurtado a la vida un hijo”. Alberto Rodríguez, el nadaísta de Cartago: “Aquí los espero”. Kat: “Hasta aquí llego Kat, buscando hierba”.
No divulgo los que he facturado para los que perduran, porque me pueden pasar la cuenta. Pero cito la máxima de Armando Romero, de Panteón: “El nadaísmo podrá morir, pero sus gusanos son inmortales”. Quienes nos dedicamos al arte y la literatura, así como los científicos, lo hacemos para no morir del todo. Para dejar nuestra huella si no en un museo o en una biblioteca, por lo menos en Facebook. Siempre recuerdo el cabezazo de Tzara, del que se apropió Andre Breton: “Es inconcebible que un hombre deje huella de su paso por el mundo”. Precisamente por esa frase se les recuerda.
Muchos lectores me escriben que deje de joder con la muerte, de la que vengo hablando reiterativamente en mis poemas y colaboraciones de prensa. Pero resulta que me cansé de pelear con los vivos, con los muy vivos, y de denunciar sus avivatadas. Y ya casi tampoco hablo del sexo, pues me siento con la lengua multada. Y lo que tenía que decir de los viajes y de los familiares ya lo dejé consignado. El tema de la muerte es de nueva data en mis escrituras, y lo he asumido de una manera francamente jocosa. Como para hacer morir de risa a la calavera.
Tres de mis principales compañeros nadaístas de Medellín, Gonzalo Arango, Amílcar Osorio y Darío Lemos murieron de 45 años. Y mis dos de Cali, Elmo Valencia y Jaime Jaramillo Escobar, los doblaron hasta 90. Yo voy ya por 82, a todo vapor por no decir que a toda mecha o a todo timbal. Cada día de mi vida lo he paladeado y exprimido el precioso jugo. No puedo negar que me fue bien en el tour.
Como dije al principio que me siento un poco cansado y poco inspirado para ponerme a cranear un nuevo epitafio, me tomo la libertad de plagiar la frase de un presidente de la República para permanecer en el solio: “Aquí estoy y aquí me quedo”. Ojalá repujado en mármol. Tenía uno precioso de vieja data, pero me lo tumbó mi mujer: “Amor tajado. Se pulcro”.