Vivo pegado a Cali por mi numerosa y feliz familia, por los amigos que son fieles y por los amores que son eternos. Por este diario donde tengo el privilegio de comunicar mis exaltaciones y mis cuitas cada semana y por el noticiario virtual NTC, que me mantiene enterado de lo que está pasando en la ciudad, en el país y en el mundo de las artes y la cultura. Y donde sus directores Gabriel Ruiz y Marisabel me consienten. Por NTC me enteré la semana pasada de un par noticias que representaron para mi alma una inmensa alegría y un inenarrable dolor.

La gloria. Hay personas que sacrifican el doctorarse por dedicar los días de su existencia a una actividad que les gusta y cuando esa actividad es reconocida no sólo por la comunidad a la que beneficia sino por entidades académicas, terminan doctorándose en ella. Ha pasado con varios amigos, pero el caso presente es aún más digno de aplauso, pues se trata de un personaje que se doctoró en medicina y ahorcó su profesión para dedicarse a la dramaturgia, a escribir, dirigir, actuar y promover el teatro, desde la antigüedad una de las artes más significativas e impactantes, pues a través de ella se cifran personajes y comportamientos del ser humano que devienen en imagos caracteriológicos para los analistas, como Edipo y Electra, Otelo y Falstaff, Don Juan y Tartufo. Se trata de Orlando Cajamarca Castro, fundador del Teatro Esquina Latina. En Esquina Latina no sólo se adelanta su programación teatral de alta calidad, sino que se programan actividades culturales como encuentros, conferencias y recitales, talleres y homenajes a personalidades destacadas antes del último viaje, como sucedió con Elmo Valencia, invitado por Betsimar Sepúlveda. La gobernadora del Valle, Dilian Francisca Toro y Ramón Daniel Espinosa Rodríguez, rector de Bellas Artes, le han otorgado el título de Doctor Honoris Causa en Artes Escénicas. A todo un señor, todo un honor. Felicitaciones.

La pena. Hay quienes afirman que la muerte no duele, que por el contrario es la cesación del dolor. Que lo que duele es la noticia y el luto. Con la noticia me saltaron las lágrimas, no sólo por la desaparición de un artista eminente, sino por ponerme en los ojos de una persona que amo desde nuestro compañerismo publicitario, que era su hermana. Me refiero a César y Elizabeth Santafé. Los conocí casi desde antes de que nacieran en la presencia vigorosa de su padre, el señor Santafé que creo recordar que también se llamaba César, el jefe de mi primer empleo en Croydon. Lo saludo esté donde esté, luego de pasar su vida entre zapatos de caucho. No he conocido veneración tal de una hermana por un hermano que la de Elizabeth por César. Era su orgullo pintiparado.

Cada vez que me la encontraba me contaba entre sonrisas y ojos aguados de sus avances, de sus nuevas exposiciones, de sus invitaciones al exterior, de su incursión permanente en un redivivo cubismo, y me entregaba los catálogos y publicaciones de este nuevo Picasso cinético. En la dolorosa publicación de NTC se reproducen conceptos que al revistar impresionan. Gustavo Hernández escribía en 1978: “Rostros que nos sonríen pérfidamente ocultando en su mirada de visionarios la locura de seres atormentados por secretas pesadillas. Múltiples personajes que buscan salida de su piel, de sus manos, de sus ojos, ese vigor que quiere saltar las barreras, esa fuerza que habla de un genio que anda buscando al Aladino que frote la lámpara de la fantasía”. Armando Barona Mesa hablaba en 2008 de “fuerzas manifiestas de un mundo agolpado de interioridades que comunican el desespero interior del ser humano”. Y Medardo Arias, en 2008, de “Compulsión estética que también llama al movimiento, al salto, a la caída”. Y de “ese momento culminante del circo, cuando la comparsa dice adiós”.

La Universidad del Valle el próximo mes le rendiría un homenaje. Como no se hizo en Esquina Latina no se alcanzó.

Elizabeth, ojalá pudiera secar tus lágrimas con las mías.