No sé qué tenga que ver el amor que predicó Cristo con el que practicó Magdalena. Del primero tengo la certeza de que de él depende la recuperación de la humanidad. Del segundo no depende ni la perpetuación de la especie, pues se volvió obligatoria su ejecución con condón.
Cuando hablamos del amor los poetas, es del primer amor del que hablamos, ignición permanente en el corazón, que estalla en la caridad y en la compasión por la especie. Ese amor por el que el agua se vuelve vino y los enemigos palomas. Hay un tercer amor que es el que a más confusiones se presta, y es el enamoramiento. Es a este al que se refieren los boleristas. Confundir el amor verdadero -lo que se llama amor de Dios-, con el amor erótico o con el enamoramiento así sea platónico, es locura que pudre el alma.
“Todo el peso del mundo es amor”, escribió el poeta Allen Ginsberg con un joven a sus espaldas. Ese verso es a la vez profano y sagrado, y bien puede aplicarse a los tres amores. De ellos, es el enamoramiento el único grave, pues se funda en la tendencia a sufrir que asumen los mortales para mitigar en la tierra la culpa de la caída. La caída en el otro amor, en el amor corpóreo, que arrancó cuando el hombre usó su serpiente.
Los poetas y novelistas que han narrado el amor como enamoramiento de dos seres encandilados, han tenido el cuidado de detenerse en las tragedias y sufrimientos inherentes a esos amores. Donde Eros termina en Thanatos. Del comediante dantesco a la Crónica de una muerte anunciada, el amor no pudo realizarse por física imposibilidad técnica, consistente en la muerte prematura luego del matrimonio con otro y en la pérdida previa del pudendo de la doncella.
El gran poeta surrealista francés Louis Aragón, dio en el clavo con su poema ‘No hay ningún amor feliz’. Es una lástima que conciliadoramente remate: “Pero éste es nuestro amor”, en la traducción también desdichada de Andrés Holguín. Si puede decirse hoy que el poeta que le canta a la amada está en nada, el amor erótico en cambio despliega con todo orgullo y desenfado sus sábanas, desde el Cantar de los cantares hasta Las mil noches y una, con gran remate de corridas en Garganta profunda de Linda Lovelace, pasando por los Sonetos lujuriosos del Aretino.
Cuando el amor erótico trasiega con el enamoramiento al primer descuido se produce ese fenómeno vital llamado embarazo, que por razones obvias lleva ese nombre. Sobrellevando el impasse, el amor por los hijos vuelve a participar del amor divino (del Creador, exista o no exista) por su Criatura.
Mi profeta Gonzalo Arango renegó del amor y en cuanto se descuidó lo mordió el amor y lo dejó seco. En sus primeros tiempos decía: “Mi gloria que me la den en la cama”. Era tal vez una transposición galante de la máxima de Fernando González: “Mi estatua que me la den el plata”. En sus últimos días era un dechado del amor de Cristo, pero llevado de un ala por su angelito.
“Teme al amor como a la muerte”, cantaba en Ibis Vargas Vila. El poeta Pessoa afirma que “todas las cartas de amor son ridículas”, por no decir de frente que ridículo es el amor. Respecto del amor carnal la frase más tremenda es de Gabo: “Polvo que no se echa se pierde”. Y los mejores serían los propiciados por la madre Celestina. No deja de ser disfuncionalmente elegíaco este verso de Julio Flórez: “Algo se muere en mí todos los días”. Y retomando a Ginsberg, mejor poeta que Neruda o por lo menos más sabio en las relaciones humanas inherentes a la convivencia: “Odio el amor de los marineros que besan y se quedan”.
¿No creen ustedes que una vez cumplida mi misión como columnista de prensa me podría seguir ganando el sustento como predicador y redentor de prostíbulos? ¿O por lo menos como consejero amoroso? ¿Desenredador de traumas y de complejos? Escucho problemas en mi dirección electrónica. Se ruega no escribir groserías. (jotamarionada@hotmail.com)