El domingo pasado se cumplieron 42 años de la desaparición del planeta del asombro literario y del sublime amor que habitábamos en alma y cuerpo María de las Estrellas y yo, ella bordeando los 14, en accidente de automóvil en la carretera de Tunja. Sábado y domingo sentí que quería decirme algo desde su actual morada paradisial, pues en mi correo electrónico reaparecían sus fotos y noticias publicadas hace dos y tres años.
Por primera vez se me había pasado el aniversario por estar enfrascado en un esbozo biográfico de la pequeña poetisa que me había solicitado el notable escritor colombiano residente en USA Marco T. Robayo, para una historia novelada que escribe sobre la custodia de las Clarisas, que conllevó al accidente. Fue el mismo escritor quien me hizo caer en la cuenta de la fecha de aniversario de su deceso, que se llevó parte de mi alma, como lo he reiterado. Huelga decir que comencé a ver aguado el paisaje.
Era María la hija única de la fantástica mujer que me brindaron los maestros perfectos que por entonces me habían adoptado para llevar a cabo una labor de altos alcances espirituales y religiosos, a cambio de la cual la vida de este poeta dolorido por las desdichas del mundo y las suyas propias se poblaría de asombros, de realizaciones y de sonrisas.
Era 1968 y la dama destinada nada menos que una maga, la Maga Atlanta, la simbiosis perfecta. Las bodas magnéticas del esoterismo y la poesía, en el estruendo de rock del hippismo que llegaba a sublimar el amor, a limpiar de telarañas la realidad y apagar las guerras. La Maga me adoptó y me sumergió hasta donde alcancé a digerirlo en libros como la doctrina Secreta de madame Helena Blavatsky, el Kibalión, el Evangelio Acuario de Jesús el Cristo, mientras yo me aplicaba a aleccionar a la niña.
Es raro privilegio para un poeta tener la oportunidad de conducir a una criatura con muestras de asombroso talento por los territorios de la creación literaria. Ya me había sucedido con el niño de 7 años que Elmo Valencia adoptó cuando lo encontró dormido en la base de las escaleras que daban a su dormitorio. Era Luis Ernesto Valencia, un niño gamín en la ciudad, luego de haberse escapado de una chacra de su familia en algún pueblo del Valle. Lo involucré en la contracultura dándole a conocer los mitos en boga, Cristo, King Kong, el Che, Cassisus Clay, Tarzán, Santo y el Médico asesino, Pelé y Kid Pambelé, Marilyn Monroe y el poeta ruso Evtuschenko, quien en su visita a Cali en el 67 andaba con él sobre sus hombros por la Avenida Colombia. Lo mató un carro en esa misma avenida cumpliendo 10. Ómar Rayo publicó en Ediciones Embalaje sus obras completas, una veintena de poemas escritos en la pared.
Me fui para Bogotá y allí encontré la bienaventuranza a través de los maestros espirituales que descendieron en mi busca a través de la Ouija y con ese primer florecer de la promesa en las personas de la Maga y su hija prodigiosa a quien bauticé María de las Estrellas. Con ella trabajamos durante diez años en su obra fulgurante, que comprendió su antología poética a los 7 años, El Mago en la mesa, con los poemas escritos a los 4, a los 5, a los 6 y a los 7. Y a esa misma edad, en 1975, ganó el Premio de Literatura Mágica del Congreso Mundial de Brujería con su novela La casa del ladrón desnudo, una de las obras más bella escritas por un infante. Escribió otros tres libros que permanecen inéditos. Pero está lista la obra completa de los dos pequeños literatos para ser publicada en edición bilingüe en París, con traducción de Boris Monneau.