Como no me gradué en Santa Librada por mal alumno y no por tirria de los profesores como alegan los padres cuando le va mal al graduando, y me estrenaba como poeta dentro del movimiento nadaísta que sería mi profesión de por vida, y en ella había que hacer propuestas originales así fuera descabelladas, me senté ante la máquina de escribir de mi amigo Jaime Jaramillo Escobar, mientras se iba a trabajar a la Administración de Hacienda, en enero de 1960, e inspirado en el recién leído Jacques Prévert de Palabras, me despaché con Santa Librada College dispuesto a no dejar hueso sano.

Pensaba que de esa manera me ponía a paz y salvo con mi papá, quien durante los seis años de secundaria confeccionó no sé cuántos vestidos de paño para caballeros, la mayoría con chaleco, para los elegantes de la ardiente Sucursal del Cielo. Con el producto de ese pedalear incesante se financió el condumio para los 7, de los cuales yo era el que más comía por el hambre marihuanera, ¡qué pena venir a confesarlo a estas alturas!, se compraron los libros de álgebra. geometría, química y física, historia, geografía, botánica, filosofía y biología, que fui cambiando en Santa Rosa por tomos de segunda de Voltaire, de Emilio Zolá, de Pierre Louÿs, Gargantúa y Pantagruel y Las aventuras de Rocambole.

Aparentemente empezaba la vida con mala pata. Pero, para los bienaventurados la irrupción de la poesía suele salvarlos de los peores abismos. Qué satisfacción estar en la calle a merced de los acontecimientos del cielo sin paraguas ni pararrayos, atento a la mutación de las nubes en el azul y al canto de un canario sobre un semáforo. Pero también pendiente de lo que había que denunciar en bien de la vida, el hambre de los niños de Biafra, las masacres, los holocaustos, en los restos del mundo, pero particularmente en Colombia. Y eso que el nuestro era una especie de socialismo de antisociales, que así solíamos presentarnos para escandalizar la beatería.

En principio nadie nos hacía caso, pero como éramos la mar de ingeniosos los periódicos nos fueron abriendo las puertas para despotricar de lo lindo.

Eché a andar por los caminos providenciales de la cultura terrestre una
vez terminé el poema vindicatorio, sobre el cual reviró el exrector Armando Romero Lozano -a quien está dedicado-, aclarando que él si había leído a Jacques Prévert y a Breton además de a Fray Luis de León, y que yo era un faltón. Lo publicaron en todas las revistas de vanguardia de por entonces, convirtiéndose en mi carta de presentación por donde quiera que iba.

Ya lo he contado muchas veces, pero como todos los lectores no leen al mismo tiempo, me toca repetir y ratificar. Cada vez que me ganaba un premio de poesía, donde por lo general figuraba el poema de marras, declaraba que era el único bachiller del Santa Librada que no había recibido el diploma. Ante lo que la Junta Directiva se reunió para tomar cartas en el asunto, convocada por el profesor Jaramillo Hermínsul. En fin, los tres últimos rectores me colmaron de honores, bachiller honoris causa, medalla ilustre egresado, mi nombre al Auditorio que fue lo primero que se cayó.

Y revisando el poema siento que tuvo razón en ex rector Romero Lozano, que me excedí en el improperio, y debo zanjarlo. Terminaba el poema: “Santa librada college / tea no atea / mil doscientos alumnos / pararrayos / prestigio nacional / 55 profesores idóneos / secretario / santa librada college / yo no te debo / nada”. Qué burro. Todo se lo debo a Santa Librada. Lo que soy, lo que hice, lo que voy dejando. Le pide que me perdone por el ludibrio. Y que me diga qué se puede hacer para que las autoridades humanas y divinas, del cielo, de la tierra, de Colombia, del Valle, del municipio, hagan lo posible por levantar la mole donde tantos miles de jóvenes se van a rebuscar el conocimiento.

¿Qué tal si le empresa privada o algún millonario excéntrico se tocara el bolsillo?