Por haber mantenido una irrefrenable pasión por las evas contemporáneas, nunca detuve mi afecto en los animales, ni domésticos ni selváticos. No tuve un perro ni un gato, ni un caballo, ni un jilguero, ni un loro, ni un pez en una pecera. Me entristecían como a Nietzsche los caballos de los zorreros con sus cargas y el fuete a la grupa, y de ver tantos canes ‘gamineando’ las calles que serían condenados a la muerte, pensaba que el hombre era el peor enemigo del perro.

No se me pasaba por esos días de adolescente pensar que la vida era bella, aquejado de la gonorrea del existencialismo y las prédicas de Schopenhauer y Renard y Cioran, y arropado con las sábanas de los fantasmas de la postguerra mundial y la postviolencia nacional. Con el futuro de la especie no había con qué hacer un caldo. Había que ponerlo todo al revés a ver si cambiaba. Y no es que desdeñara las relaciones con los humanos, al contrario, tenía con mis amigos afanes redentoristas, con la convicción del fracaso.

Pero van transcurriendo los años y uno va cambiando sus hábitos y pareceres. Abandoné el aire contaminado de la ciudad que les daba consistencia a mis pulmones ya que el puro me provocaba resfríos y ahora en el campo andan de fiesta mis fuelles respiratorios; dejé de ir a los bares y a las cintas de cine rojo de donde sacaba temas para mis pretendidos relatos autobiográficos. Me hice una casa, me encerré con mi dama a mirar el cielo y sus nubes y estrellas y se encendieron mis amoríos con la ‘perramenta’.

La primera fue una canchosa que nuestra odontóloga Rubiela descubrió en un basurero, la rescató y nos la ofreció mientras me calzaba una muela. Se entronizó como reina en nuestra floresta. La bauticé Dina en honor de la nadaísta que me inspiró El cuerpo de ella, quien ahora redacta sus celebrados poemas en el ancianato de San Andrés.

No sé qué tan apropiado sea bautizar uno sus perros con el nombre de amigos o conocidos. Manuelita la amante de Bolívar tenía varios perros bautizados con el nombre de los héroes de la Independencia comenzando por Santander y Córdoba. Y a cuánto ‘can’ no han bautizado Trotsky en repudio o reconocimiento al revolucionario autor de Mi vida. Yo lo hago por amor, para repetir el nombre de personas que me son caras.

Dina necesitaba una compañía, pensamos, y en una bomba del camino vimos una perrita bebé de la misma pelamenta de manchas y la adoptamos. La nombré Alelí, como una cantautora que adoro. Nos acompañó por un año siendo la más jovial alegría de la casa y de las caminatas por el boscaje. Un día me informaron que la había arrollado un carro. La lloré casi tanto como había llorado a mi pupila María de las Estrellas cuando tuvo su accidente de carro. Fue enterrada en el bosquecillo que circunda nuestra morada.

Para amainar la tragedia nuestro hijo Salvador andando por Subachoque encontró a uno cafecito que le gustó. Lo bautizó Trotsky por admiración al líder y cuando nos lo trajo le cambié su apelativo por León, para no desairar del todo al muchacho. Qué temporada de maravilla pasé con este par de seres inteligentes y juguetones marchando a la par conmigo y acompañando mis cervezas en la tienda con Coca Cola. Sentí como que eran ellos quienes me inspiraban. Desde por la mañana nos mirábamos los tres, como diciendo cada uno: “Te amo”, y en las noches nos deseábamos felices sueños porque los perros sueñan mejor que uno.

Estaba en la Feria del Libro cuando me avisó la empleada que León había amanecido muerto y vomitando en las puertas de casa. Fue enterrado en la fosa común canina con Alelí. Volví a llorar como si se me hubiera incendiado la biblioteca. Mi hija Salome hizo contactos desde Barcelona con una señora de un grupo de Wikimujeres quien le ofreció un perro negro que estamos esperando con ansia y al que bautizaremos Elmito, en honor del desaparecido poeta Elmo Valencia, el mito del nadaísmo.
Para que siga la fiesta.