Sigo andando por este mundo con todo el donaire, saludando doncellas semiselladas, y el don de gentes que aprendí a manejar en Mercedes; chicaneando con estos 80 que no se me notan, estrenando túnica hindú, con Emilia mi nieta mediterránea, un estilo que se me va mejorando a medida que olvido las rencillas de antaño y al presente con mis poesías completas tituladas ‘Mi reino por este mundo’, publicadas a todo lujo por la Universidad del Valle. No puedo pedir más. Pero debe haber una cuarta persona además de la trinidad que cuida de sus borrachitos libidinosos cuando se las tiran de aedas.
Estuve la semana pasada en Popayán, invitado por la Universidad del Cauca a la Feria del Libro. Repasé los títulos que tengo en la biblioteca, los amigos que había dejado de ver y tuve como guía a Ana Lu Narváez. Tuve una cándida conversación con el profesor César Samboní, acerca del Nadaísmo y sus fundadores, ese movimiento al que le he dedicado mi alma desnuda, mi vida disoluta y los sombreros Stetson que usaba cuando era calvo. Porque por algún otro designio providencial vencí la gota tomando vino y comiendo carne y la calvicie gracias a las manos milagrosas del doctor René Rodríguez.
Y quedé mejor con la operación de la próstata. Quedó la sensación de que el Nadaísmo, que se presentó en sociedad como una calamidad nacional, había sido una bendición por haber adelantado la perdición redentora que sigue siendo motivo de asombrada curiosidad por la juventud. Atendido como príncipe por su director el poeta Diego Román, me regodeé con viejos amigos como Víctor Paz Otero y asistí a la charla de Santiago Gamboa sobre su última novela Colombian Psyco, y a la de Miguel Torres de su duro relato con aires mórbidos La polvera.
Trasladado a Cali fui invitado a un almuerzo en casa de Leonardo Medina, donde campearon whiskys y fotos con William Ospina, Édgard Collazos, Adolfo Vera, Armando Barona, mi director de opinión en El País Luis Guillermo Restrepo y don Ángel Spiwak, propietario del hotel que me hospeda y que puso a mi disposición futura. Le sigo dando gracias a esa cuarta persona de la providencia.
La presentación en la carpa de Univalle el sábado fue preciosa, estaban los amigos de la vida pasada, dispuestos a la compra de su ejemplar. Pero a pesar de la curia que tuvo en la edición el profesor Francisco Ramírez, le incumplió el editor. Por lo menos llegó el libro príncipe que se mostró a la audiencia, se escuchó la presentación de Armando Romero desde Cincinnati, y procedí a la lectura de textos selectos.
Dediqué y sigo dedicando este cierre de faena literaria, de una primera fase porque todavía no se me han acabado los recuerdos, la inspiración ni la tinta, a mis contemporáneos de San Nicolás, Obrero y Bretaña, a las novias de los cien barrios caleños principalmente a las de Salomia, a los compañeros libradunos de la promoción de 59, a los nadaístas de Cali que ya partieron, Elmo Valencia, el Monje loco, su hijastro Luis Ernesto ‘El gigoló de los dioses’, Jaime Jaramillo Escobar (X-504), Alfredo Sánchez, Diego León Giraldo, Augusto Hoyos, el nadaísta de Cartago Alberto Rodríguez. Y a los sobrevivientes Pedro Alcántara, Dukardo Hinestrosa y Jan Arb. Y desde luego a mis hijos Salomé y Salvador. Y a mi padre y a mis hermanos, que en mí creyeron y me apoyaron.
Gracias a Cali por permitirme cumplirle esa tácita promesa desde la adolescencia de coronar una obra poética iniciada desde la vagancia y culminada a cabalidad. Hasta el momento ha rodado mal ataviada por el mundo con buena fortuna. Y ahora, deberá irle mejor con tan precioso revestimiento en 736 páginas. No se perdió el viaje a la vida, ni a Bogotá.