Con motivo de la actual Feria Internacional del Libro de Cali, a la que he sido solemnemente invitado, desempolvo este texto escrito hace más de 30 años, que mantiene su lozanía. Para Orietta Lozano.

“Si me pidieran que eligiera en un naufragio compartir una balsa hacia una isla desierta con Brooke Shields, Estefanía de Mónaco o Kim Bassinger, elegiría sin duda a la que llevara más libros en su mochila.
Porque de todos los placeres, el de la lectura es el que menos agota. Más que vivir entre los hombres, preferiría hacerlo entre las pastas de un libro. A lo mejor lo logre después de que doble la doliente página. Porque los libros otorgan esa inmortalidad que no han conquistado ni la ciencia médica ni la milagrería de los hechiceros.

Todos los días converso con Shakespeare acerca de los crímenes de sus obras. Salgo con Henry Miller a recorrer el París de los miserables en busca de una botella de amor y media de vino. Me crucifican de nuevo con Kazantzakis. Asisto a la creación de los primeros siete días del mundo. Corro volcán abajo los últimos días de Pompeya. Revivo los sobresaltos de Anita Frank. Siento a la belleza de Lolita en mis rodillas.
Espero con el coronel esa carta que nunca llega. Miro morir a Don Quijote.

El libro es un objetivo vivo que lo que cuenta nunca termina de pasar. Imagino la alegría del libro mientras está siendo leído. Imagino la tristeza del libro que nunca abrieron –similar a la de la mujer que nunca besaron–, tragando polvo de anaquel. Un hombre con un libro en la mano puede sentirse un dios recreando el mundo, un conquistador a caballo por el pasado. Le pregunto a mi madre, por el teléfono, cómo le pareció la muerte de Bolívar en el libro de García Márquez y ella me dice señalando con el dedo la página por donde va: “Pero mijo, si Bolívar aún no ha muerto. Eso sí está muy enfermo. Y sus anfitriones siguen quemando los colchones por donde pasa”. Amo la página del libro donde el leñador de lord Chatterley y lady Constanza hacen el amor para siempre, la que muestra al capitán Acab frente a frente con la ballena blanca, la que es testigo del momento en que Edipo se saca los ojos, aquella en la que Gregorio mueve en el aire sus extremidades de insecto.

A nada temo tanto como a perder de vista los libros. Llevo mis libros conmigo, aunque tenga que dejar la ropa. No encuentro el equilibrio cuando no tengo uno bajo mi sobaco. En el parpadear de los semáforos he devorado haikús. Cambié la ducha por la tina para poder sumergirme en busca de las sirenas de la Odisea. Imaginaba en mis delirios infantiles que, al cerrar el libro, los personajes vivían vidas distintas a las contadas y solo volvían a la realidad determinada por el autor cuando eran sorprendidos por un nuevo lector que abría el libro. Hablo hasta ahora de libros que cuentan historias extraídas de la realidad o de la imaginación, porque la ficción es la historia de lo que no sucedió, pero que por el hecho de ser impresa ya es. Tiene más presencia para mí Madame Bovary que mi bisabuela de quien no tengo noticia.

Por un libro aprendí a templar las cuerdas de una guitarra, por otro cómo ganar amigos e influir sobre las personas, por otro a identificar setecientas clases de perros, por otro a valorar la sensibilidad de la ameba, por otro cómo quebrar la banca de Montecarlo, por otro a construir un refugio antiatómico, por otro cómo golpear técnicamente al Estado, por otro las 365 formas de placer sexual con los objetos.

Porque hay libros para todo, para todos y para todo momento. Hay libros que queman en las manos y otros que son como un helado; libros que producen placer o desgarramiento; libros sobre los que hay que escribir más libros y libros para leer antes y después de cada embestida. Si debiera escoger el animal para mi próxima reencarnación, éste sería el ratón de biblioteca, ya que antes de irme a perder el tiempo en la Eternidad aspiro a memorizar En busca del tiempo perdido.