Se me han concedido diez minutos para hacer la lectura de dos o tres poemas en este Encuentro de Poetas del Mundo Latino en México y Morelia, obviando las expresiones de gratitud. Pero prefiero obviar uno de mis textos para manifestar lo que me significa esta invitación. Celebro y aplaudo que este evento, en la cúspide de sus primeros 20 años, bajo la tutela del poeta supremo Marco Antonio Campos y el comando eficaz de Sanda Racotta, de entre los 20 poetas intencionales y 20 mexicanos, haya tenido la deferencia de contemplar a dos de los poetas nadaístas de Colombia que andan en la celebración de los 60 años de su primer manifiesto. Y unirnos en el regocijo con tantos poetas amigos y con su fotógrafo estelar y perpetuo Pascual Borcelli, pues si no nos inmortalizan nuestros poemas lo hará su lente.
En este tipo de encuentros se reafirman los afectos de los compañeros de añares, se crean nuevas amistades hacia futuros reencuentros, se paliquea sobre lo que está pasando en el mundo lírico y en el prosaico, aparecen oportunidades editoriales y traducciones, se gestan posteriores invitaciones a países más lejanos, se come y se bebe bien, se conocen sitios hermosos, a veces surgen amores espontáneos que se retroalimentan en posteriores encuentros. Y cuando se hace necesario, se plantean posiciones para contrarrestar a los enemigos de la paz y de la vida, y por qué no, de la propia poesía, mediante comunicados o manifiestos.
La comunidad de los poetas es de lo poco sagrado que queda, cuando la mayoría de los mitos y convenciones fueron barridos. Me es maravilloso encontrar ahora que el poeta Sergio Mondragón, el hombre que dio paso a la vanguardia en Latinoamérica a través de su revista El corno emplumado de los años 60, publicación de la que surgimos todos los que quedamos y por la cual también quedan los que se fueron, esté recibiendo el bien chequeado premio Poetas del Mundo Latino Víctor Sandoval. Y cómo me regocija que esté presente el incansable poeta y gestor cultural José Ángel Leyva, quien en su Editorial Alforja me publicó en 2008 el poemario ‘Paños menores’, con el que gané en 2010 el Premio ‘Chino’ Valera Mora de Venezuela. Y esté Xavier Oquendo quien me publicó la segunda edición de este libro en Quito. Y esté Gabriel Chávez Casasola, quien me permitió presentarlo en San Cruz de Bolivia. Y esté José de Jesús Sampedro, quien me concedió el Premio Ramón López Velarde de la Universidad de Zacatecas. Y esté Emilio Coco, quien ha puesto a circular mis poemas en la lengua del Aretino. Y esté Alex Fleites, quien me entregó las llaves de La Habana vieja con todo y viejas. El que no está es Juan Manuel Roca, a pesar de haber sido invitado. Por ello quiero dedicarle a él mi lectura de esta noche, pues sé lo amigo que es de México y lo mimado que es de los mexicanos (el cerrado aplauso que escucho es prueba de lo que digo), en vista de que recientemente fue acusado, según carta que se coló en las redes sociales, de ser allegado al narcotráfico y a la guerrilla de las Farc en Colombia. Villanía que cometieron dos poetas, si así pueden llamarse, de México, para tratar de impedir que le homenajeara Marruecos en un festival como este, acto que mereció el repudio del mundo, pues significó poner en peligro no sólo la reputación sino la misma cabeza de Roca, pues quedó expuesto a los ojos de la ley, de la Dea y del paramilitarismo.
Este par de personajes se han ensañado, también de manera infamante, contra el gran poeta y gestor cultural José Ángel Leyva y Hernán Bravo Varela, por lo que no debe extrañarse que en la ceremonia de ayer, cuando uno de los ofensores de quien hablo fue llamado al estrado, los directamente afectados y algunos solidarios, en protesta silenciosa nos retiráramos de la sala.
Es justo que los poetas aspiren a pasar a la historia, pero es inaudito que algunos de ellos mismos se matriculen, sin sonrojarse, en la historieta universal de la infamia. Pues de ahí no los saca nadie.