La más implacable exploración de la sociedad norteamericana no la hacen los politólogos, ni los sociólogos, ni los escritores, sino los directores de cine. Lo que muestran es la decadencia de una sociedad que estaba basada en valores muy tradicionales nacidos de las creencias religiosas protestantes de disciplina social, trabajo austero y temor de Dios. Casi nada queda de todo aquello. Lo que produce el éxito político de Donald Trump es quizás el esfuerzo por retomar esos valores, por afirmar la superioridad moral, económica, histórica, de los Estados Unidos, encarnada en el más improbable de sus profetas. Make América Great Again (Maga), es también una bandera moral.

Pero lo que están mostrando los directores de cine es todo lo contrario: una sociedad a la vez agobiada y radiante en su consumismo, sin otro valor que uno muy superficial de mostrar una cara impecable, joven y rica, moralmente correcta, pero llena de prejuicios. Tres películas, catapultadas a la fama por el concurso de los Oscar, son el resumen de ese mundo tan poderoso en apariencia, pero tan erosionado por dentro. La cara sucia del imperio.

El Brutalista, dirigida por Brady Corbet y protagonizada por Adrien Brody, actuación que le mereció un Oscar, es una interminable y agotadora historia de un arquitecto judío sobreviviente de los campos de concentración nazi, que llega refugiado solo y sin un centavo a Estados Unidos en los años 50 a trabajar como obrero. Es rescatado por un excéntrico millonario que le encarga la construcción de un centro social para su pequeña comunidad protestante en el pesado y feo estilo brutalista (de concreto armado). Lázló Tóth es un ser infeliz. Su depresión y su angustia destruyen su salud y su espíritu, un drogadicto que termina siendo violado por su mecenas. En el fondo, una historia de discriminación, de negación de la libertad, que es aún el cáncer de esa gran nación.

Anora, dirigida por Sean Baker, protagonizada por Mikey Madison, actuación que le mereció un Oscar, y que ganó cinco, es saludada como una gran película cuando en realidad bordea la pornografía, es una apoteosis del consumo de sexo, drogas y alcohol, del dinero sin límites gastado en la búsqueda del placer. Es la historia de un muchacho ruso de 20 años que se casa con una prostituta de 25 y de cómo sus padres millonarios deshacen el matrimonio. Es el mejor retrato posible de la vulgaridad de la sociedad de consumo. Se premia su sinceridad.

Y La Substancia, dirigida por Coralie Fargeat y protagonizada por Demi Moore, quien perdió un merecido Oscar, es la historia de una bella mujer en sus cuarenta que decide recuperar su juventud con un tratamiento químico revolucionario, porque en su mundo que es el de la belleza solo la juventud importa. Es una versión sofisticada de Dorian Gray con un final igual, puesto que muere convertida en un monstruo, víctima de ese deseo imposible. Otra vez la vulgaridad de la sociedad de consumo en acción. El mundo de las apariencias, del descarte prematuro de las personas, del carácter totalitario, de la productividad y el rendimiento, de cómo esa aspiración obligatoria a la perfección destruye al ser humano.

Resulta que ver esas tres películas se convierte en una mortificación intelectual. Nada queda del cine como entretenimiento, se va es a sufrir, a ver el desfile de esas vidas miserables y quizás a dar gracias porque la de uno no sea una de ellas.