Decía Michel de Montaigne sobre la educación al discípulo, “quisiera yo que el maestro (...) comenzase a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ir preparándole el camino, ya dejándole en libertad de buscarlo” (Ensayos, Cap. XXV, Libro I)
El buen método educativo del colegio y una grata experiencia de los alumnos durante sus años escolares, les dota de herramientas para el futuro. El papel de los colegios, sean públicos o privados, es determinante para una sociedad en paz, pues el relacionamiento del niño con espacios y personas diferentes a las de su entorno familiar, es ya de por sí una enseñanza que aprovecha a su formación.
Al tocarse el tema de la reforma al sistema educativo del país con miras a nivelar su calidad y cobertura, no puedo evitar que la memoria me remonte a la época del colegio y a la convicción de lo bueno que fue el mío, el mejor tal vez, con el perdón de los demás colegios reconociendo que prima el afecto, pero no solo por esto. Lo examino en retrospectiva y me resulta ideal por sus características especiales.
Convivimos codo a codo en los pupitres con compañeros de diversos orígenes y culturas, aprendimos sin dogmatismos a vivir con otros de modo un tanto natural, vimos que lo local no era el mundo, ni había una única religión verdadera, conocimos idiomas, costumbres, ventanas hacía más horizontes, confluíamos según las aficiones o habilidades, en la biblioteca que prestaba sin censura libros para llevar a casa, en áreas para las artes, la culinaria y los deportes. Niñas y niños juntos -algo revolucionario en ese entonces- hijos de empresarios y trabajadores de distintos medios sociales, compartíamos por igual clases, paseos y maestros consagrados a la enseñanza.
Los relatos de vida de familias y profesores de diferentes nacionalidades nos enseñaron mucho más que una clase formal de historia, la cercanía nos hizo conocerla a flor de piel, y vino el tiempo con su magia para hacer que toda esa gran comunidad permanezca en nuestros recuerdos y nos conmueva el ver una antigua fotografía, sobre todo que nos premiara con la amistad de condiscípulos que son casi hermanos.
No era ni ha sido un colegio elitista, el objetivo fue unir y educar ciudadanos para el mundo. Situado sobre la amplia calle 5ª con carrera 24 de los años 60, recibimos del Colegio Alemán (Deutsche Schule) el diploma de bachillerato en un junio como este, con gran ilusión. Se sentía una ciudad sin prisa y su gente cívica en el año 1969 presenció la llegada a la luna, increíblemente por la televisión. Imagen que prefiguraba grandes avances de la humanidad para bien y para mal, según se mire, y un futuro incierto, como lo es para todo joven.
La valiosa educación en el Colegio fue posible porque existía el respeto a los padres y profesores, no se usaban las groserías, ni el bullying, ni sabotear una clase. Y sobre todo, gracias al apoyo económico de Alemania en el objetivo de hacer de él un lugar de encuentro y cultura, sin discriminación ni política. Se convirtió así en una verdadera embajada de dicha nación para estrechar lazos entre la comunidad en general.
Todo cambia y hoy son muchas las complejidades sociales y financieras, mas la esperanza es lograr acuerdos en métodos y mecanismos que eduquen en la diversidad para la convivencia, y permitan acceder a campos del conocimiento donde estén.