En 2016 Donald Trump logró la presidencia de Estados Unidos impulsado por una retórica elemental, basada en una retahíla con los mismos dogmas de la campaña de 2024: intolerancia a la inmigración ilegal, recuperar la capacidad industrial norteamericana haciendo que las empresas regresen al país, desregular la economía, bajar los impuestos e imponer duras tarifas a los socios comerciales, especialmente China y México, pero también a Europa, Canadá o cualquiera que se atraviese en la línea de fuego del delirio MAGA.

Yendo a la guerra comercial, sus armas fueron las tarifas para encarecer las importaciones, las restricciones de acceso al mercado de Estados Unidos, o de exportaciones de ciertos productos norteamericanos hacia China. Pero la versión Trump 1.0, no logró ninguno de los resultados propuestos en materia comercial, mostrando la futilidad del enfoque y la inutilidad los instrumentos. Esto, especialmente porque el desarrollo y la innovación de China no se detuvo, ni se ralentizó, no obstante la magnitud y constancia del arsenal usado la Casa Blanca desde la era Obama para lograrlo.

Trump empezó su primera presidencia el 20 de enero de 2017 con un déficit comercial global de EE.UU. de US$735.000 millones en 2016, del cual US$346.000 millones era con China. El último año fiscal de su gobierno, 2020, cerró con un déficit comercial de US$901.000 millones, del que US$307.000 millones fue con China.

Tras el estrés al que fue sometido el comercio mundial durante cuatro años, no equilibró la balanza comercial, ni atrajo de vuelta a las fábricas americanas. La persistencia del déficit muestra que la capacidad exportadora industrial de Estados Unidos no creció y la reducción de la importación desde China fue marginal.

El déficit creció porque se fue a México y Europa. En cambio, el que tenía con África casi desapareció para quedar en US$1.700 millones. Con Sur y Centroamérica (excluido México, que entra en la estadística del Nafta) incrementó el superávit norteamericano de US$28 mil a US$38 mil millones, tanto por mayores exportaciones hacia el Sur como menos compras a países latinoamericanos.

Varias razones explican por qué la estrategia trumpista es retórica e ineficaz, aún así dañina. Por un lado, la industria de EE.UU se ha relocalizado en otros países desde 1970 y el proceso seguirá hacia donde haya mano de obra barata, ya que la competitividad china ahora tiene qué ver con la cualificación de su industria. La producción intensiva tiene que buscar otros nichos. La economía norteamericana es cada vez más una de especulación financiera y prestación de servicios que necesita comprar bienes del exterior que ya no se producen en Estados Unidos. China, en cambio, sigue siendo y quiere seguir siendo una economía industrial manufacturera y hoy representa el 30% del total mundial.

Imponer tarifas a los productos chinos incrementa los impuestos al consumo según su origen, afectando a los consumidores norteamericanos que tendrán que escoger entre bienes nacionales de inferior calidad, o bienes importados de mejor tecnología y diseño, pero más caros por la estrategia proteccionista unilateral. La logorrea trumpista es contradictoria, porque reedita como tarifas los impuestos que prometió reducir. La guerra comercial 2.0 es inevitable; causará alteraciones en el comercio, pero es dudoso que logre los objetivos de reducir el déficit y restablecer la industria. Al final de su nuevo mandato, Trump creerá que alcanzó sus metas; pero si su campaña 2024 la montó bajo las mismas premisas de la de 2016, es porque su versión 1.0 fracasó.