La noticia de que la Corte Suprema de Justicia archivó un proceso penal, que había iniciado en el año 2013, contra 117 parlamentarios por la ‘mermelada santista’ fue recibida con escepticismo y estupor. En el país se había generalizado la idea de que la ley para implementar los referendos derivados de los acuerdos de La Habana, estuvo precedida de dádivas a los congresistas que la votaron. De hecho, el proceso inició por unas denuncias que se pusieron mientras los proyectos de ley se discutían en el congreso, pues la ley es de 2014. “La Corte no investigará…” fue el titular común.
El énfasis así puesto dejaba en segundo lugar que la decisión de la corte se basó en la inviolabilidad del voto parlamentario y en la legalidad de la gestión de los congresistas para obtener proyectos para sus regiones. Ese es el punto de interés, 10 años para terminar lánguidamente un caso extremadamente escandaloso, que vinculó a 117 parlamentarios, varios de los cuales murieron en el curso de una investigación que no debió haber empezado por las mismas obvias razones que llevaron a su archivo luego de un enorme desgaste judicial.
Pero no es el único caso. En 2011 la Corte empezó investigaciones contra 15 parlamentarios por el caso DNE para terminar archivándolo paulatinamente a lo largo de siete tortuosos y costosos años, llegando a la misma conclusión: los congresistas no incurren en tráfico de influencias cuando buscan recursos para proyectos de sus regiones, pues para eso los eligieron.
La obviedad de la razón hubiera permitido archivar esos casos desde el principio, pero en vez de eso el sistema judicial se ocupó de llenarse de argumentos para afirmar lo que era autoevidente.
El mismo panorama se aprecia en otros escenarios judiciales. Las tutelatones, por ejemplo, promovidas por masas de individuos sin nexo con el hecho que inicialmente vulnera en concreto un derecho de alguien. Fue el caso de la tutelatón de votantes por el entonces alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, que fue decidida por la Corte Constitucional, rechazándola 8 meses después de su destitución y cuando ya estaba protegido por las medidas cautelares de la CIDH. Pero permitir que los votantes interpusieran tutelas era una necedad que bien hubiera podido rechazarse desde el inicio por cualquier juez que haya iniciado un trámite que tuvo que llegar hasta la Corte Constitucional para decir lo obvio: el derecho del votante de Gustavo Petro no es el derecho de Gustavo Petro.
Mientras ningún remedio cura la enfermedad de la congestión judicial, ni los mecanismos alternativos, ni la ampliación de términos, ni las medidas de descongestión, ni la digitalización, los jueces no se dan una manito ejerciendo facultades que les da la ley para rechazar de plano recursos o acciones iniciadas por personas afectadas por el delirio querulante.
Entre esos hay mucho abusador de las acciones públicas y constitucionales, como las tutelas y las acciones populares, pero también caben las penales. Las mentadas denuncias del caso de la mermelada santista todas tenían en común la inexistencia de información verificable. Normalmente, la Corte Suprema rechaza de plano ese tipo de denuncias, pero en ese caso prefirió perder el tiempo.
Hay mucho de celo y bastante de miedo en los jueces en rechazar de plano acciones de esa naturaleza, lo que ha hecho el trabajo judicial más dispendioso y moroso. A los querulantes se les abren todo tipo de caminos a su abuso, así a la larga fracasen, pues eso es secundario ya que, de todas maneras, se da rienda a su obsesión o a su negocio.