Los Estados Unidos de América han hecho enormes contribuciones a la cultura, a las artes y a las ciencias. Desde mediados del Siglo XIX el desarrollo de sus universidades ha sido notable, tanto que hoy sus aportes en investigación en todas las áreas del saber son indiscutibles por cantidad y calidad.
También en filosofía, aunque con un penoso retraso. Mientras que en Santa Fe de Bogotá hubo un jesuita francés, Denis Mesland (1615-1672), que fue “Amigo de Descartes y Maestro Javeriano” (así reza el título de la obra de José del Rey y Germán Marquínez, Bogotá 2002), durante el Siglo XVII en Norteamérica la muy escasa producción filosófica estuvo en manos del puritanismo calvinista, que, a decir verdad, era mucho menos amigo de la filosofía que el catolicismo español. Esto comenzó a cambiar con la presencia de destacados intelectuales y políticos, como Benjamin Franklin y Thomas Jefferson, muy cercanos a la Ilustración francesa y herederos de las ideas de Locke y Montesquieu.
Sin embargo, el gran aporte de los EE.UU. a la filosofía universal gira en torno al pragmatismo, la escuela filosófica que se desplegó hacia finales del Siglo XIX, con pensadores de gran impacto como Charles S. Peirce, William James, John Dewey, George Herbert Mead y contemporáneos como John Searle y Richard Rorty.
Muchos estudiosos del pragmatismo filosófico coinciden en que este refleja, y a su vez estimula, el modo de ser, pensar y actuar de los estadounidenses. El pragmatismo no concibe la verdad como una idea autónoma, a la manera de Platón, tampoco como algo que abstraemos de la realidad, como pensaba Aristóteles, sino como el conjunto de relaciones presente en todo lo que funciona. Si algo funciona bien, es verdadero. Así, el conocimiento humano no es una especie de aproximación metódica y rigurosa al mundo de la verdad, ya que este no existe. Conocer es, más bien, operar mentalmente con aquello que ha demostrado que funciona: si la inteligencia artificial funciona -it works- es porque en ella hay verdad.
Lo mismo ocurre con la concepción pragmática de la política, la ética o la religión: la verdad acerca de si Dios existe o no, no reside en nuestras opiniones o certezas, sino en lo que la religión produce en la vida de los seres humanos. Y algo similar ocurre con la ética, la política y la estética: estas se legitiman en la medida en que satisfacen las expectativas que los seres humanos ponemos en ellas.
Históricamente aliado con el puritanismo calvinista, que bajo el manto de la predestinación enseña que hay unos seres humanos privilegiados y escogidos por Dios con exclusión de otros, los postulados del pragmatismo filosófico nos ayudan a comprender la segunda elección de Donald Trump como presidente de los EE.UU. Los votantes han visto en él al pragmático radical que puede poner a funcionar las cosas de esa gran nación. Mientras tanto, los puritanos aplauden con místico frenesí.
Que las cosas funcionen bien, o que al menos funcionen mejor, eso es algo que todos razonablemente deseamos: que haya crecimiento económico y, por tanto, más puestos de trabajo, que se reduzca la corrupción, la criminalidad y la inseguridad, y que haya motivos para confiar en las instituciones.
Pero el modo de lograr esos objetivos delata los límites del pragmatismo como teoría filosófica. El cuidado de nuestra Casa Común y el respeto universal de la dignidad humana resultan incómodos e indeseables a la mentalidad pragmática radical. Es bueno que las cosas funcionen bien al norte del Río Grande, pero es mejor que funcionen bien para todos.