Hoy me toca devolver la pelota a Juan Gabriel Vázquez, quien ha escrito grandes novelas donde mezcla fluidamente sus experiencias y sus recuerdos personales con personajes y situaciones puramente imaginarias. Así lo hizo, por ejemplo, en La forma de las ruinas, que es muy autobiográfica, y lo ha vuelto a hacer en Los nombres de Feliza, su más reciente novela.

La protagonista es Feliza Bursztyn, una escultora bogotana de origen polaco, quien ocupó un lugar central en la escena artística colombiana de los años 60 y 70 del siglo pasado, con sus esculturas heterodoxas y polémicas, por cuanto rompían tanto con una tradición escultórica figurativa de siglos, como con los rigores geométricos de Édgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, ambos escultores y que prácticamente irrumpieron en la escena al mismo tiempo que ella.

Lo suyo, motivo de escándalo y perplejidad, fue el empleo de chatarra en vez del metal, de la soldadura en vez de la talla o fundición y la incorporación del movimiento a la escultura mediante el uso de motores. Entre estas últimas, figura la serie titulada Camas, en la que cubría con sábanas un dispositivo de láminas de metal y motores, que cuando se ponían en marcha evocaban la cópula desquiciada de una pareja en el lecho.

Creo recordar que yo vi por primera vez una escultura suya en el Museo La Tertulia, en los años 60. A la inauguración de la muestra asistieron tanto ella como Marta Traba, aunque hoy solo retengo en la memoria la imagen de la crítica argentina en la terraza del museo, vestida con un vaporoso traje blanco, un collar largo y de muchas cuentas y ese flequillo suyo inconfundible.

Yo me acerqué, le dije “hola”, ella me respondió con una sonrisa distante, me di la vuelta y me marché. Era tal mi timidez y la distancia abismal entre su jerarquía intelectual y la mía que no me atreví a más. A pesar de que para entonces era para mí un personaje familiar, que comencé a conocer viendo su programa semanal de televisión sobre arte moderno y de quien leía su columna en la revista La Nueva Prensa.

La novela de Vázquez invoca a Feliza y a Marta e igualmente al Bogotá de los 70 y 80, años en los que viví allí y que fueron los años del M-19, Alternativa, El Manifiesto, el robo de las armas, las torturas en las Caballerizas y del Estatuto de seguridad de Turbay Ayala, que obligó a Feliza a exiliarse en París, donde “murió de tristeza” como certificó García Márquez.