Los titulares de los medios en el mundo reflejan la catástrofe ambiental del Amazonas y uno no sabe qué es peor: si sentir la impotencia de ver cómo se quema la mayor fábrica de agua y aire puro de la tierra; si ver la incompetencia del gobierno de Brasil para enfrentar el problema; si el cinismo vampiresco de Jair Bolsonaro para acusar de verdugos a las víctimas, o si la indiferencia de un planeta que se acostumbra cada vez más a la confortable indignación en Twitter.
A mí todo lo anterior me asquea. Pero sobre todo la indiferencia de quienes ni siquiera se dignan entender que están asesinando la Amazonía.
Por si no lo sabían, lo que ocurre no es nuevo. Y no se lo inventaron unos ambientalistas jugando a ser, como diría un alcalde cercano, “terroristas”. Fueron los satélites que monitorean la selva los que detectaron que este año ocurrió algo nunca antes visto en Brasil: como por ‘arte de mafia’, los incendios forestales en ese país aumentaron un 83%. Y solo en la región amazónica, hasta el 18 de agosto, se habían presentado ¡37.536 focos!
Ese desastre tuvo una fecha de inicio y no fue casual: el 1 de enero. ¿Saben qué ocurrió ese día? ¿Hubo una lluvia de meteoritos? ¿Reencarnó Nerón en plena selva? ¿Los desadaptados de Thanos y Iron Man volvieron a agarrarse a trompadas?
Nada de eso. Asumió la Presidencia de Brasil un hombre convencido de que el desarrollo económico está por encima de la conservación. Y de que si, para impulsarlo es necesario deforestar, pues adelante, quién dijo miedo.
No es una acusación temeraria. Es solo el cumplimiento de un vaticinio sobre el efecto de la avaricia extrema. Las organizaciones ambientales y los investigadores defensores de la Amazonía acusan, como responsables directos de los incendios, a ganaderos y madereros que buscan limpiar y utilizar la tierra para sus negocios.
Porque exactamente esa fue una de las ideas que promovió Bolsonaro durante su campaña para llegar a la Presidencia. Así que los incendios no han sido causados por el calor. O por ONG ambientales que buscan, en un maquiavélico acto, desprestigiar al Gobierno, como sugirió el propio Bolsonaro. Blanco es, gallina lo pone, quemado se come.
Los científicos colombianos son claros: este asunto tiene qué ver con nosotros más de lo que creemos.
Toda al agua que baja desde los ríos colombianos hacia el Amazonas se devuelve a través de las nubes, por lo que la deforestación en el vecino país es una amenaza indirecta al ciclo hídrico de nuestro territorio.
Y al Amazonas no se le llama el ‘pulmón del Planeta’ porque sí. El 20% de todo el oxígeno que existe en la atmósfera de la Tierra lo aportan esos 7,4 millones de kilómetros cuadrados de selva. ¿Se imagina la vida si acabamos con ese 20%?
Lo peor es saber que el mismo problema se está replicando en Colombia. A una menor escala, sí, pero con la misma letalidad.
Según el reciente informe Global Forest Watch, del Instituto de Recursos Mundiales, en 2018 Colombia fue el cuarto país con mayor nivel de deforestación del mundo, al perder casi 177.000 hectáreas de bosque tropical. La agricultura a gran escala, la ganadería y la minería (tanto legal como ilegal), pero especialmente la incontrolable expansión de los cultivos de coca, arrasan con la selva.
Así que no basta con que en esta crisis el presidente Duque corra a hacer anuncios vacíos en Twitter sobre “apoyo a los países hermanos”. Que nos diga cómo piensa frenar la deforestación local.
Y cada quién define cómo quiere bailar en la vida, pero también creo que las llamas en el Amazonas son un llamado a la conciencia de cada uno. Tal vez vale la pena bajarle un cambio a esta fiebre de ‘selfies’ insulsas y mirar un poco lo que pasa más allá de nosotros mismos. ¿Qué estamos haciendo por este Planeta?