Era, como tantas otras, una palabra que teníamos olvidada, quizá sin estrenar en nuestro vocabulario, y que estaba llamada a tener un uso temporal, irregular, meramente utilitario.
Era, se me ocurre, una especie de palabra-etiqueta: algo que se pone de paso y a la ligera sobre otra cosa, solo para identificarla momentáneamente; algo desechable que, por esa misma razón, no tiene la capacidad de transmitir la esencia ni la naturaleza de lo que es el mundo.
No era una palabra luminosa y fundamental para la existencia, como sí lo son otras: vida, amor, paz, familia, amistad, valor, reconciliación, esperanza, honestidad.
Tampoco era una de esas palabras sombrías y desafiantes que reflejan nuestro lado más oscuro: guerra, herida, abandono, arrogancia, traición, ego.
Pero la pusimos de moda en el 2021, cuando intentábamos retomar desesperadamente eso que llamamos normalidad, y de alguna manera se nos quedó para siempre en la conciencia, cual sello nefasto que define cómo pensamos, actuamos y nos relacionamos con los demás.
La palabreja de la que hablo es ‘Alternancia’. ¿La recuerdan? Fue eso que nos permitió movernos de un lado a otro, saltando fácilmente y sin mayor reflexión entre la presencia y la ausencia, para hacerle el quite por unos días a la muerte que nos acechaba disfrazada de pandemia.
Más que los dolores, los temores y la certeza de nuestra fragilidad extrema, creo que esa es de las peores herencias que nos dejó el covid.
No me refiero a asuntos funcionales y prácticos, como el trabajo, el estudio o cualquier otra actividad que podamos desarrollar igual desde el ámbito de la virtualidad -o quizá incluso mejor-, utilizando las potentes herramientas que hoy nos ofrece la tecnología.
Me refiero a algo más profundo e insano: esa convicción de que podemos concebir, asumir y vivir la vida con ciertas ausencias; ese fácil desprendimiento que hicimos de personas, lugares y pequeños rituales que le daban sentido a la existencia antes del covid; ese pacto que sellamos con el olvido para dejar a otros atrás sin ninguna contemplación; esa idea de que se puede fluir fácilmente entre el estar y el no estar, sin que se altere el ser.
Los últimos 15 años de mi vida profesional -que este año llegó a 30 en la redacción de El País, sin contar una breve y feliz etapa previa en la radio-, los he dedicado al mundo digital. Y en ese largo período nada me ha confrontado más que constatar la forma dramática en que la gente, el mundo, ha abrazado más la soledad como forma de vida.
En una era en la que internet nos ha conectado con mundos lejanos que jamás imaginamos, la desconexión de los mundos más próximos y vitales se ha convertido en una malsana costumbre socialmente aceptada.
Más aún, por cuenta del surgimiento de nuevas tecnologías como el metaverso, la realidad aumentada y la inteligencia artificial, la bandera de la desconexión de los demás se ha erguido como un mantra, un anhelo supremo, casi una religión de este tiempo.
Y la mala herencia de la alternancia lo que ha hecho es venir a reforzarla. Conozco padres que toleran que sus hijos les chateen desde el cuarto de al lado. Amigos que asumen como muy correcto reemplazar un abrazo de cumpleaños por un ‘sticker’ en un chat. Gente que olvidó todo lo vivido y hoy justifica ser amiga solo bajo las convenientes condiciones de la alternancia. Y yo mismo me reconozco en muchas de esas conductas.
Pero me resisto a creer que ese estado de desconexión autómata deba ser nuestro destino. Y no sé para dónde irá el mundo en el 2023, pero yo, si sigo aquí, daré la batalla por rescatar mi humanidad. Por volver a ser. Por volver a estar.