Que la Salsa se murió. Que es periódico de ayer. Que es música para viejos. Que ya no hay nada qué hacer.

Esas, y muchas otras sentencias lapidarias, venimos oyendo desde hace más de 30 años los melómanos amantes de los ritmos afrocaribeños en esta ciudad.

Es una narrativa del desastre, simplista y vulgar, construida sobre lo que en filosofía se denomina una falacia lógica de causalidad: la Salsa murió porque los salseros murieron.

Como si la pintura hubiera desaparecido cuando murieron Da Vinci, Rembrandt, Frida Kahlo o Alejandro Obregón. Como si la literatura no hubiera sobrevivido a Shakespeare, Cervantes, Borges y Gabo. Como si el Rock se hubiera ido a la tumba con Elvis y el Tango hubiera muerto con Gardel.

Aún así, el asunto vuelve a ponerse de moda cada cierto tiempo, cuando se producen las muertes de grandes figuras de la música.

Y eso es lo que ha ocurrido en este 2021: en pocos meses hemos despedido al pianista Larry Harlow; al flautista y creador de la Fania, Johnny Pacheco; al bongosero Roberto Roena; al gran compositor y productor cubano Adalberto Álvarez; a los soneros ‘Meñique’ y ‘Tempo’ Alomar; al timbalero Ralph Irizarry.

Y ayer al gran Paquito Guzmán, un hombre que dejó profunda huella en la historia de la Pachanga, de la mano de la orquesta de Joe Quijano, pero al que injustamente muchos conocen solo por su repertorio de salsa romántica.

Sin embargo, la lamentable pérdida de estos artistas, y de otros que se ‘mudaron de barrio’ antes que ellos, no significa la muerte de esa música que tanto amamos en Cali.

La Salsa no ha muerto. Hoy se produce y se consume Salsa en muchos más lugares del mundo que en esos tres o cuatro en los que se produjo la explosión del género durante la segunda mitad del Siglo XX. Pero sus formas de producción, distribución y disfrute son radicalmente distintas de las que conocimos.

Y eso es particularmente cierto en Cali, donde este siglo ha visto surgir a una nueva y vigorosa generación de músicos, orquestas, melómanos, estudiosos y divulgadores que reinterpretan maravillosamente los fundamentos de las raíces salseras a la luz de su tiempo.

La narrativa que se quedó en lamentarse y vivir de la nostalgia de aquellos años 80, en los que vimos surgir a Niche, a Guayacán y a infinidad de orquestas locales, entre ellas muchas de mujeres, desconoce la riqueza musical que ha florecido en Cali en los últimos 20 años.

Basta escarbar solo un poco para ver la evolución de la salsa caleña en términos de calidad, propuesta y alcance. ‘Son 21’, una poderosa banda del Distrito de Aguablanca que lidera un muchachito genio llamado José David Carvajal, es el más reciente ejemplo de ello.

Como también lo son ‘La Mambanegra’, de Jacobo Vélez; ‘Manteca Blue’, de Daniel Gutiérrez; ‘Son Mujeres’, de Mónica Castro; ‘Clandeskina’, de David Gallego y Calibre, de Froyber Maya, entre muchas otras.

Ni hablar de la nueva realidad del Grupo Niche, que de la mano del gran José Aguirre llevó la obra de Jairo Varela a niveles estratosféricos con Grammy incluido. O de ese ‘Señor Salsa’ que sigue siendo Willy García; o de ‘La Fuga’ y ‘Guayacán’, que suenan duro este fin de año.

¿Leyeron ya el Diccionario Salsero de ‘Salsa sin Miseria’? ¿Visitaron ‘La Topa’ y la ‘Casa Latina’ de Gary? ¿Sueñan con volver a ‘Delirio’ y al Mulato Cabaret este diciembre? Todo eso, y más, refleja que nuestra amada Salsa sigue viva y seguirá estándolo cuando ya nosotros nos hayamos ido.

Porque ella contiene el alma del tambor africano y el corazón del pueblo latino. Y porque en ella suena, como en los dos lados de un viejo LP, la melodía misma de la vida y de la muerte. Para todos nosotros, Amén.