La agresión que padeció el jugador de Millonarios Daniel Cataño, a manos del ‘hincha’ del Tolima Alejandro Montenegro, en plena cancha del estadio Manuel Murillo Toro de Ibagué, me hizo recordar la violencia de la que he sido testigo tantas veces en el estadio olímpico Pascual Guerrero de Cali.
Como mi amor eterno es el América, y además tuve la fortuna de vivir en el barrio San Fernando, al estadio, siendo un niño, iba a pie. En ese entonces la boleta de la tribuna Norte costaba $700. Nunca faltaba. Si un paseo familiar se cruzaba con el partido del América, iba al partido. Lo mismo ocurrió en los cinco años que estuvimos en la B. Lo mismo ocurre hoy.
Eran días sin embargo en los que no existía la violencia en los estadios. Recuerdo un clásico en el que salí de la casa sin fijarme en los colores que tenía puestos: camiseta roja, pantaloneta verde. Caí en la cuenta del asunto cuando en la fila me gritaron: ¡sandía! Todo era risas.
En la tribuna nos podíamos sentar juntos los hinchas del Deportivo Cali y los del América y a nadie se le ocurría pegarle una puñalada al otro. En cambio, todos nos burlábamos de ‘Pipico’ cuando pasaba con su salchichón vestido con los colores del América desde la cabeza hasta los pies y decía: “solo le vendo a los rojos, a los rojos… y a los de verde también”, y sacaba una diminuta bandera verde.
La violencia sin embargo empezó a apoderarse del Pascual y los que íbamos en cada jornada debimos desarrollar una suerte de manual de supervivencia.
Si había clásico, por ejemplo, y el local era el Cali, lo más indicado era caminar por la Calle Quinta y esquivar la Avenida Roosevelt porque en ese caso la barra del Cali entraría por esa zona a la tribuna Sur.
Además había que ir con una camiseta de un color distinto al de los uniformes de los equipos, y apenas se acabara el partido lo que seguía era caminar rápido hacia puntos alejados del estadio, como la Biblioteca Departamental o el Éxito de la 39, para después sí irse para la casa. De lo contrario se corría el riesgo de encontrarse con un enfrentamiento entre barras en los alrededores del estadio.
La violencia no respetaba ni siquiera la fe. Una vez vi cómo un hincha del Cali que intentaba escabullirse de una turba del América ingresó a la iglesia San Fernando, con la esperanza de que la misa de las 6:00 de la tarde lo salvara de ser agredido. No fue así.
De pronto se volvió normal que cada que se acababa un partido, o durante el mismo, se presentaran disturbios. El olor del fútbol era el de los gases que lanzaba la Policía para dispersar a los violentos.
Desde entonces se ha hablado de mil y un medidas para desterrar la violencia en los estadios. No se han implementado o no han servido. En una ocasión aseguraron que iban a carnetizar a los hinchas.
Supuestamente el carnet sería obligatorio para ingresar al estadio. Aún lo tengo en la billetera y nunca me lo han pedido. Quién sabe qué hicieron con la plata de miles de aficionados que pagamos el trámite.
Aunque tal vez para frenar la violencia lo más indicado sea, además de hacer cumplir la ley y que las penas sean más severas – el tipo que golpeó a Cataño ya está libre – es hacernos responsables, a los hinchas, de la suerte de los equipos. Es decir: lo que más le duele al hincha es que su equipo pierda. Si esa derrota se debe a su violencia, a su intolerancia en los estadios y sus alrededores, tal vez se piense dos veces antes de saltar a un terreno de juego a agredir al rival.
En el caso puntual de lo sucedido con Cataño, que los puntos sean para Millonarios, entonces. Tres puntos para la paz. Pero no solo eso: que el violento también asuma las consecuencias económicas que implica para su equipo cerrar el estadio varias fechas, así como toda la economía que se genera alrededor, como las ventas de comidas. Que la violencia nos haga sentir, por fin, derrotados como sociedad.