Me quedo con su sonrisa permanente, con la carcajada atronadora que llenaba el espacio a su alrededor. Me quedo con el chiste malo, con el comentario sarcástico, con la puya precisa en las horas de mayor desánimo.
Me quedo con su bondad, con su don de gentes, con su bonhomía, con esa sencillez con la que caminaba por la vida. Me quedo con el mejor amigo de sus amigos, con aquel que en silencio le tendía la mano al que lo necesitaba, así, sin aspavientos ni necesidad de reconocimientos.
Me quedo con el compañero sincero, al que no le daba pena cantarle a uno la tabla si lo creía necesario, el de los consejos justos en los momentos exactos. Me quedo con su ejemplo de vida, con la lucha constante, con el amor por los suyos y con su vida prudente.
Me quedo con su rectitud a prueba de todo, con su capacidad para convertir lo más complejo en un asunto sencillo. Me quedo con su rigurosidad y su respeto por todo y por todos, con su decencia profesional y su grandeza personal.
Me quedo con el periodista de tantas batallas, al que conocí en el oficio hace treinta y pico de años, cuando apenas éramos unos jovencitos con ganas de comernos el mundo a través de los micrófonos, las cámaras y las máquinas de escribir.
Me quedo con el reportero certero, directo y con el compañero del escritorio cercano, al que vi casi a diario durante las últimas dos décadas.
Me quedo con ese “Vicui” mañanero con el que me saludaba, con el chontaduro compartido, con el sobrenombre de ‘morrocó’ que le endilgue porque las buenas noticias para el periódico llegaron cuando él estaba ausente, en unas vacaciones aplazadas por muchos años.
Me quedo con la foto que le tomaron en la que sostenía mi celular donde estaba la imagen del nuevo Arzobispo de Cali, su clon, por la que alguien cercano comenzó a decirle “su reverencia”.
Me quedo incluso con ese instante aciago en el que llegó la noticia de su muerte, inesperada, rápida y sin aspavientos. Me quedo con la tristeza que nos invadió a quienes, incrédulos en principio, no nos queda más que aceptar la realidad de su partida.
Hendel, Henry Delgado Henao, el editor de Activos de El País, el que tenía el don de poner en palabras simples lo que para muchos de nosotros era tan complejo, se fue en el ocaso del domingo 19 de febrero, con 57 años recién cumplidos. Joven, muy joven aún, y con tantas ilusiones pendientes, como poder abrazar por primera vez a su pequeño nieto y ver de nuevo a Lisset, su hija.
Aún después de su partida terrenal, Hendel nos deja enseñanzas. Primero, que la vida es para disfrutarla, venga como venga, y que nada mejor para hacer frente a los problemas que mantener la alegría. Que una sonrisa franca y sonora, ojalá permanente, puede con todo.
Lo más importante: que la dedicación a la familia, el cuidado de la salud y el derecho a la tranquilidad deben ser propósitos innegociables e inaplazables. Nada, ni siquiera este oficio de informar y de opinar que tanto nos apasiona, vale la pena si dejamos lo anterior aparcado en un rincón, mientras “tenemos tiempo”. Un segundo, solo se requiere un segundo para que la vida se vaya.
Aquí en la redacción desde la que escribo esta columna, a dos puestos de tu escritorio, mirando tu foto colgada en el espacio que hoy deberías ocupar con tu presencia, con las flores blancas que acompañan tu ausencia, te lo digo de nuevo: gracias, mi querido Hendel. Por tanto, por todo.
Permanecerás por siempre.