Me preguntaba en la columna inmediatamente anterior sobre la utilización en la política nacional de la figura de Jorge Eliécer Gaitán a lo largo de estos 75 años sucesivos a su asesinato.
Y también, cuáles fueron los efectos propios de su amplia actividad pública en vida, traducidos luego en la esperanza de cambio que él terminó encarnando.
En torno a ese primer punto, me parece que no existe dirigente político alguno en la historia nacional del último siglo al que se le haya manoseado tanto como a Gaitán.
Entre quienes han recurrido a eso, a apropiarse de su imagen y pasar por sucesores de las consignas que lo hicieron célebre, figura de todo. Desde enconados contradictores hasta oportunistas de oficio.
Así, por ejemplo, en el sepelio simbólico que le hicieron en el Parque Nacional de Bogotá a los pocos días de El Bogotazo (por decisión de la familia, sus restos mortales yacen en la que fue su casa de habitación desde el día mismo del crimen), las palabras de despedida no estuvieron a cargo de gente de su entraña.
A la vez, mientras que hubo gaitanistas que se dedicaron a mantener viva la memoria de su líder asesinado, fueron pocos o casi inexistentes los preocupados por hacer perdurable el movimiento político como tal.
Cosa además bastante difícil por los tiempos que corrían entonces.
Porque, ¿qué duda cabe que la razón de la desaparición del gaitanismo pasa por la persecución a sangre y fuego desatada contra sus militantes, y contra muchos otros colombianos, por parte de miembros y allegados a los gobiernos de Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez, Roberto Urdaneta y Gustavo Rojas Pinilla, más muchos mandatarios locales de entonces?
Aunque esa es apenas una parte de la explicación. La otra razón por la que el gaitanismo comienza a irse a pique a velocidades asombrosas en la misma tarde del 9 de abril, la tuvo la propia concepción de lo que era en el fondo: un movimiento macrocéfalo, tal como lo quiso su propio jefe. En resumen, el caudillismo en pasta.
Ese fenómeno que ha dejado de serlo porque cada vez más ellos, los caudillos y su mesianismo, son la cotidianidad. Ya no de repúblicas bananeras, como solían achacarles su procedencia, sino en potencias del tamaño de Estados Unidos o Rusia.
Esa mirada a Gaitán, al hombre que eligió por encima de todo ser caudillo (ya verá qué connotación da cada uno al término), no le resta valor ni mérito a su lucha en favor de los desposeídos.
Pero sí llama a mirar su trayectoria política y su desempeño, aparte de sus propuestas, más lejos de la mitificación y más cerca de la razón...
Como dice Olga L. González: "El 9 de abril podría ser un motivo para ir más allá de la santificación de Gaitán".
Y ese sí es el tema: ¿Quién fue Gaitán y a dónde apuntaba con sus ideas?
Hace más de 25 años el maestro Eduardo Umaña Luna, a quien llamé "marxista gaitanista" en un libro que escribí sobre el 9, dividió a Gaitán en tres. Uno, el penalista. Dos, el político con marcada influencia de la Italia mussoliniana. Y tres, el agudo parlamentario. Su conclusión fue que con un hombre así y de cara a un pueblo como el nuestro, no le iba a quedar fácil cambiar la realidad de este país.
Tiempo después, en 2002, Antonio Caballero le dijo a Juan Carlos Iragorri en 'Patadas de ahorcado' (Planeta, 2002): "Gaitán en el poder (...) habría tenido que hacer toda clase de componendas con los conservadores, con la derecha liberal, con la Iglesia y con los industriales. Y con los Estados Unidos".
Por eso, 75 años después, Gaitán sigue siendo, aparte de mártir, un inmenso enigma.