Tres cuartos de siglo después, el 9 de abril sigue ahí, intacto, con su incalculable peso en la vida nacional. Quizás por eso, el magnicidio y sus consecuencias son la mejor radiografía de esta Nación.

Colombia es un país que no ha podido salir de la vorágine en que ya venía en el 48 y que se agudizó aquel viernes, a la una y cinco de la tarde, tras los disparos de Roa Sierra que apagaron la vida de Jorge Eliécer Gaitán.
Ahí prendió la chispa más grande de un incendio que hemos sido incapaces de apagar.

Seguimos sin aprender las duras lecciones de aquel día. Y tampoco sabemos lo suficiente sobre él. Con las consecuencias que eso conlleva: repetir a diario, y por todos lados de esta tierra nuestra, la secuencia de intolerancia y violencia que ha consumido y sigue consumiendo la existencia de tantos compatriotas.

A la par, el 9 de abril está hecho de una serie de enigmas que transcurren por lecturas tan parcializadas como antojadizas.

Comencemos por el crimen mismo, objeto de una investigación a la que no se le puede calificar menos que de insuficiente y, lo peor, extraña.
La pregunta vuelve a ser la misma de siempre: ¿Obró Juan Roa Sierra a título personal o accionó a nombre de otros el gatillo de ese revólver hechizo que había comprado por la suma de 75 pesos de la época?

Contra lo que ha dicho una y otra vez la historia oficial, Roa no anduvo solo en la mañana del 9. E, incluso, en el momento mismo del atentado. Quienes compartieron con él en esas horas previas a la tragedia eran personas dignas de sospecha.

Veamos: ¿Cuál era el objeto de una cita que Roa sostuvo sobre las diez de la mañana en el café ‘Aguila’, ubicado frente al Palacio de la Policía Nacional de la Calle Novena, con seis personas de dudosa reputación, según lo dijeron testigos en su momento?

La pregunta se la hizo el abogado Rafael Galán Medellín, apoderado de la parte civil, sin encontrar eco ni respuestas.

¿Qué fin tenía que en ese lugar “sórdido”, como lo denominó Galán Medellín, Roa y los otros examinaran armas de fuego, entre ellas una que llevaba Roa en la pretina del pantalón?

¿A qué se referían cuando alguno de ellos dijo, además en voz alta: “Este también sirve” y, enseguida, “vámonos, faltan diez minutos para la cita, ¡Vámonos, la cita es en el café Gato Negro!”.

Café ubicado exactamente frente al edificio ‘Agustín Nieto Caballero’, donde tenía su oficina Gaitán, lugar del que saldría para encontrarse de frente con Roa y con la muerte.

Los nombres de esas personas se evaporaron porque simplemente no interesaron en las pesquisas.

Extraño eso, como extraño, o al menos sorprendente, es que a César Bernal Cordobés, alias ‘El Flaco’, a quien sí le echaron mano las autoridades por presunta complicidad en el crimen, terminara sus días, y bastante rápido, en el manicomio de Sibaté, tras identificarse en él un complejo cuadro de salud mental.

El debate no es sobre ese dictamen hecho por respetables profesionales, sino sobre lo que Bernal pudo decir en los amplios interrogatorios a los que fue sometido y de los que poco o nada se supo.

Pero, claro, eso no es más que uno de los tantos velos que han quedado sin correrse a lo largo de estos 75 años.

Aunque también hay otros que se han movido al vaivén de los intereses políticos, entre ellos uno que llama la atención: el uso y el abuso de la figura de Gaitán durante estas décadas, incluso ahora mismo.

Y también, el fondo del propio Gaitán como figura pública, convertido en deidad desde que estaba en vida, sin que eso le disgustara, valga decirlo. Temas dignos de próxima columna.