Entender lo que pasa en Afganistán es bastante difícil. Siempre ha sido así. Lo fue antes del ataque a las Torres Gemelas y más aún después, cuando sobrevino la invasión de Estados Unidos. Y seguramente sucedió antes, una vez a los británicos, primero, y soviéticos, luego, entraron para salir derrotados. Ahora pasa de nuevo, con este capítulo de la terrible vuelta del régimen Talibán al poder.
Lo malo es que casi todo lo que andan diciendo de lo que allí ocurre proviene desde fuera, y como imagino que el tema va para largo y abundan la irresponsabilidad y la ignorancia -por ejemplo, cuando se utiliza el ‘talibanes’ para descalificar adversarios, con el exclusivo afán de ganar likes y sintonía- me permito recomendar leer y escuchar ante todo a quienes conocen sobre el tema, gracias a que han vivido allí o conocen más del asunto que el promedio.
Como dijo alguien (@fahima)_93): ¿Podemos simplemente dar visibilidad a periodistas que informan desde ahí, a mujeres afganas que están contando cómo lo están viviendo y callarnos la boca un poco? Desde luego sería mejor que seguir haciendo ruido con tonterías, discursos paternalistas y sensacionalismo rancio.
Sigan al profesor Víctor de Currea Lugo (victordecorrealugo.com), experto como el que más. Y escuchen también a Gervasio Sánchez, reportero español que ha estado muchas veces en esa nación. Según Gervasio, este nuevo y terrible ascenso del talibán va más allá de la simple interpretación de que todo es consecuencia de la salida de las tropas gringas. Porque, dice, aquí lo que hay es un fracaso anunciado.
Afganistán, asegura el colega, venía al mando de los antiguos “señores de la guerra”, dedicados a la corrupción y a amasar fortunas. Señores a los que ahora acusan de marcharse presurosos, con millones de dólares en sus alforjas, destino a Emiratos Árabes.
El tema no nos es ajeno, menos ahora cuando se anuncia la llegada a nuestro país de cuatro mil afganos -acogidos en buena hora- de los tantos que en los últimos días han logrado huir para salvar sus vidas y defender su derecho a la libertad.
Precisamente sobre Afganistán y Colombia circuló hace 17 años, en abril de 2004, en la siempre recordada revista Malpensante, el testimonio ‘300 días en Afganistán’ (ahora disponible en Anagrama) escrito por Natalia Aguirre Zimerman. Esta médica colombiana llegó a ese país en septiembre de 2002, donde trabajó como ginecobstetra en misión para la ONG Médicos sin Fronteras hasta julio de 2003. En ese entonces, estaban frescas las huellas del quinquenio de horror (1996-2001) del Talibán, más allá de la arremetida de las tropas de USA que lo hizo recular, ahora se sabe, parcialmente.
Al leer a Natalia uno comprueba que muchas cosas de las que pasan allí se ven de manera miope y arbitraria desde Occidente. Por ejemplo, contaba ella: La prensa ha magnificado el asunto del burka. Cuando uno les pregunta a las mujeres qué es lo que más atormentaba del régimen talibán, la respuesta nunca es el burka. La principal preocupación de las mujeres eran las restricciones en cuanto a la educación. Tal cual sucede hoy, anoto.
Y nos enseñan esas páginas que, en el fondo, no somos tan diferentes. Este pueblo -concluyó Natalia- es muy distante geográficamente del mío pero muy cercano antropológicamente hablando. Los afganos son habitantes de las montañas, como los colombianos. Han estado en guerra desde hace muchos años, como los colombianos. Son títeres políticos, como los colombianos. Producen tanta heroína como los colombianos cocaína y tanto hachís como los colombianos coca. Son tan orgullosos como los colombianos. Están tan estigmatizados como los colombianos. Son tan juguetones como los colombianos (y) tan primarios como los colombianos (...). Tienen esa malicia indígena de la que carecen los europeos y los gringos pero que sí tienen los colombianos.
Sí, Natalia, como lo dijo usted y como sigue siendo: Pueblos con la capacidad de sobrevivir a épocas prolongadas de violencia.