Sucedieron demasiadas cosas en las elecciones del 27 de octubre. Algunas de ellas, señales de que este país quiere cambiar. Aunque ya veremos si se puede, y si lo dejan.

Comencemos por lo que estaba, y está, en juego. Unos días antes de las elecciones, en esas reuniones de amigos donde se opina y se sabe de todo (eso, como en la radio de hoy), alguien preguntó sobre cuánto había cambiado el país con la elección popular de gobernadores, alcaldes y demás.

Casi de inmediato, la figura se rajó. Incluso, no faltó quien añorara los tiempos del dedazo y del bolígrafo. Y abundaron argumentos. Desde la cantidad de funcionarios en la mira de los organismos de control por irregularidades en el desempeño de sus funciones, hasta la creencia de que pese a los avances de la Constitución del 91, caciquismo y clientelismo siguen enteros.

Ahora, resultados en mano, la percepción tiene derecho a ser otra. ¿Hay acaso un proceso, por ahora leve, de maduración ciudadana que permite a sectores de la sociedad colombiana derrotar en las urnas viejas y nocivas prácticas que siempre han conspirado contra la democracia?

Hay, y me incluyo, quienes piensan que sí. No solo porque así lo demuestran resultados en algunas ciudades y municipios. Es un hecho que el hartazgo ante tanta mentira y manipulación comienza a dar paso con nuevas opciones. Como es cierto que mucho va de la Colombia de hoy a la del 91, e incluso de aquella de comienzos del presente siglo.
Este es ahora un país joven que cada vez traga menos de fórmulas partidistas. Y que también le hace el feo a quienes pretenden hacerse a sus voluntades.

A la vez es un país en que el escepticismo y la apatía se dan silvestres. Pero de ahí a participar hay menos distancia de la que se cree. Ya sea para castigar con el voto o para poner el hombro con el fin de sacar adelante dos o tres ideas fundamentales. Es otro mundo que, por fortuna, algunos politiqueros no terminan de entender.

Es ese mismo electorado que el pasado 27 decidió apostar por candidatos que no figuraban en encuestas en las que ya no creen ni siquiera aquellos que las contratan. ¿Qué sobrevendrá? Ni idea. Esa incertidumbre, de la que los principales responsables son quienes traicionaron la confianza de generaciones, es la que, a la vez, sobrecoge e ilusiona.

Serán entonces los hechos, y nada más que ellos, los llamados a juzgar a quienes van a mandar. Y serán esos mismos hechos los que orienten a la gente para la construcción de una nueva nación. O será la ausencia de ellos la que lleve al desespero y a buscar caminos extremos, como creer en falsos Mesías de los que ya hemos padecido.

Esa es precisamente la responsabilidad de quienes encontraron en las elecciones del 27 avales que ni ellos mismos esperaban. Con mandatarios capaces de convocar y sumar en torno al interés general. Y con excelentes equipos capaces de proponer y construir. Mandatarios cercanos a la gente, pero ajenos a esa otra peste que nos ha hecho tanto daño, el caudillismo. Hombres y mujeres de carne y hueso, no twitteros demagogos y populistas, expertos en posar de ideólogos para hacer el arte en el que sí son expertos, ese de embaucar.

Si quienes han sido elegidos lo hacen bien, el 27 de octubre de 2019 pasará a la historia. Si no, nos condenarán a vivir más tiempo en el pasado. Ustedes tienen la palabra y nada más que un periodo para hacerlo.

Sobrero: Alfredo Molano Bravo fue sinónimo de valentía, independencia y coherencia. Con ellas supo abrir los ojos a este país al que han querido condenar a la ceguera. Hasta siempre, Molano; hasta siempre, maestro; hasta siempre, torero.

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