Al igual que otras tragedias regionales históricas sin solución que marcan la historia contemporánea de este país, la del Bajo Cauca es permanente. Y como sus hermanas, las de la Costa Pacífica, el Cauca, el Catatumbo, Arauca y similares, de cuando en cuando se pone de moda.
Es entonces, como pasa ahora, cuando vemos el incendio y nos preguntamos por él, en medio de los intentos de apagarlo ojalá no como antes, de cualquier manera y a la distancia.
Sobre eso, son ya siglos de tires y aflojes, pero si uno se detiene en los últimos 30 o 40 años hay suficientes razones para entender por qué allí las cosas van mal y empeorando.
Comencemos por decir que, en ese, uno de los tantos paraísos naturales nuestros, hay, como en otros lados, bendiciones a las que todo tipo de pestes han sido capaces de convertirlas en maldiciones.
Me voy a quedar con una, la del oro. Quiero decir, la fiebre por él.
Aunque ahí, como dice Leonardo González Perafán, de Indepaz, hay que diferenciar entre la minería artesanal o tradicional y la minería criminal.
La una, dice él, es una economía complementaria que procura ser formalizada. La otra utiliza la violencia como método para acumular capital.
Sí, capital. Aunque si por algo van es por ese botín mayor que significa suplir al Estado. Lo que no les cuesta mucho alcanzar luego de que ese mismo Estado dejó de existir hace rato allí.
Otro interés, nada diferente a ese primero, consiste en ejercer control absoluto de la sociedad. Allá también las estructuras criminales, aliadas con la corrupción, el abandono y una violencia secular, no permiten que se mueva una hoja sin permiso de quien esté al control.
Eso lo han hecho, a cuál peor, unos y otros. Tales huellas muestran el paso -a la usanza de la Conquista, que también anduvo por allí siglos atrás, montada sobre el frenesí del sueño dorado- de hordas expertas en muerte y desolación.
Ah, y muy duchas en saquear. Además, con la ventaja de conocer con exactitud cada pieza del engranaje del negocio. Saben que sólo así pueden hacer invisible aquello tan visible que se llevan a las malas.
Digamos que, por alguna razón, que no consiste exactamente en milagro, logran que el oro no brille. De algo les servirán las complicidades.
Ya con esos inmensos recursos en mano viene lo más importante, alimentar la guerra. Además, sin que nos demos por enterados. Está claro que no solo de coca vive el conflicto, sino de cualquier movida que facture. En eso, el oro pesa oro. A propósito, ¿por qué figura poco o nada el oro en los acuerdos de paz pasados y por venir? ¿Sufren los victimarios de mala memoria?
Allá han pasado, con ganas de quedarse como amos y señores: narcos, guerrillas, ‘paras’ y estas nuevas generaciones de bandas, por lo visto, más robustas en todos los sentidos.
Tal sucesión de plagas, agravadas con sus nexos con la politiquería, dejan un panorama en lo social que se parece en mucho a ese que uno encuentra allí en lo ambiental: miles de hectáreas arrasadas (55 mil, dicen viejos conocedores de esa región) convertidas en paisaje lunar. Y ríos y caños hechos veneno.
Y tan grave como eso, absoluta desconfianza en las instituciones por parte de la sociedad civil, harta de ver cómo sus iniciativas por liberarse de tantas formas de violencia y opresión se ven obligados a claudicar.
Hoy, confinados en sus casas entre el terror y el hambre, los habitantes del Bajo Cauca saben que la solución pasa por una paz auténtica, porque si algo les ha dejado la guerra es esto mismo que ahora padecen. Paz fruto ya no más de palabras y falsas voluntades sino de hechos.