Los balcones, aparte de servir para tomar el sol, el fresco o husmear en la vida ajena, son elementos a no despreciar en la actividad política.

Sobran los casos. Comienzo por estos lados:

De todas las fotos que conozco de Jorge Eliécer Gaitán, la que más me impresiona, entre tantas en vida, es una que le tomó Manuelhache antes del 9 de abril.

En ella, El Jefe, como lo llamaban los suyos, aparece con el puño cerrado, en el que parece ser clímax de un discurso. Una pancarta cuelga de la baranda. “Candidato del Pueblo” se alcanza a leer, mientras un joven anónimo lucha para evitar que el viento se la lleve. Ese pueblo que lo sigue desde abajo no se ve, aunque no cuesta imaginarlo.

Los Perón también tuvieron su balcón. Primero fue de Juan Domingo y luego pasó a ser de Evita, su mujer. Dicen que ese lugar de la Casa Rosada se hizo tan importante que dejó de llamarse balcón para convertirse en Balcón. Créanme, más que una simple cuestión de mayúsculas.

Más importante, por la connotación misma del personaje, fue esa ventana del Palacio Venecia desde donde Benito Mussolini acostumbró a sus encantados a decirles lo que querían escuchar, antes de llevarlos al desfiladero.

Ya sea desde ese balcón o en algún otro, Gaitán dijo aquello de “Si avanzo, ¡seguidme!; si me detengo, ¡empujadme!; si os traiciono, ¡matadme!; si muero, ¡vengadme!”.

Tan fogosa como él fue Evita cuando advirtió a quienes se oponían a su marido: “Yo le pido a Dios que no les permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón porque ese día yo, mi General, saldré con las mujeres del pueblo, saldré con los descamisados de la Patria, muerta o viva, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”.

Para sentencias desde el balcón, esa de El Duce el 10 de junio de 1940 cuando, en la declaración de guerra, ordenó salir “al campo contra las democracias plutocráticas y reaccionarias del Occidente que siempre han obstaculizado la marcha y a menudo han atentado contra la existencia misma del Pueblo italiano”.

Sumemos a Francisco Franco, quien quiso pontificar desde el Palacio de Oriente de Madrid, con la Iglesia cubriéndole las espaldas.

“Estas manifestaciones -alcanzó a decir el dictador en octubre de 1975 con su vocecita aflautada, a días de irse para siempre- demuestran que el pueblo español no es un pueblo muerto al que se le engaña”.

Y a propósito de pontificar, cómo dejar por fuera el balcón papal que da a la Plaza de San Pedro. Ahí donde seguramente Juan XXIII dijo cosas que siguen siendo actuales. Y Pio XII otras también, esas sí dignas de olvidar.

Elegir el balcón como medio para hacer propaganda es más que mera voluntad. No se trata de una ocurrencia, es una estrategia que está por encima de las calidades oratorias que, aunque así pareciera, no lo son todo.

La comunicación política lo sabe y lo aplica. Iluminación, planos, consignas, símbolos, vestuario, público, horarios, en fin. Por encima de las nuevas tecnologías, esto está inventado desde antes del 34 del siglo pasado, aunque ahí, qué duda cabe, hay un punto de quiebre.

¿Qué deja el balcón? Dirán que algo de efectivo tendrá si se mantiene como se ha mantenido durante tanto tiempo.

Pero, en definitiva, el balcón no pasa de ser lo que es, un recurso. Como lo son Twitter o un espacio diario en televisión. Otra cosa muy diferente es gobernar. En especial, para todos.