Cuando un Maestro se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro Maestro. Hago así parodia de la vieja canción de Alberto Cortez para tratar de decir cuánto significa la partida de Gabriel García Márquez, Maestro de la literatura y de este oficio, el periodismo.Y por supuesto que así como Cortez habla de la inmensa soledad que significa la partida de un amigo, no menos lo es la de un Maestro. Al fin y al cabo, son tan escasos los unos como los otros, aunque los últimos, los Maestros, tienen la particular condición de cambiar la vida de pueblos enteros, hasta el punto de convertirse en amigos de todos, incluso de quienes ni siquiera tuvieron la oportunidad de cruzar una palabra con ellos.Conocí a Gabriel García Márquez. Quiero decir, tuve la inmensa fortuna de ser su alumno pasajero en un taller de su escuela de periodismo de Cartagena de Indias, gracias a la generosidad de otro Maestro, Luis Cañón, quien me mandó, por allá en los 90, quién sabe por qué, a representar a este diario en ese curso. Claro está, lo había tratado de antes, como lector. Uno, en la literatura, fascinado por El Coronel no tienen quién le escriba. Y dos, en las primeras letras del periodismo con El relato de un náufrago . Claro está, después vendrían todos los honores con Cien años de soledad y el Nobel.Pero de todos los García Márquez, el que llevo más hondo es ese otro: aquel hombre camino a la gloria, el escritor y periodista a la vez, el inconforme de la inolvidable Alternativa y el perseguido político. A propósito de esto último, no olvidaré jamás cómo los vendedores callejeros de Crónica de una muerte anunciada eran corridos de los sitios públicos por los representantes de la autoridad, en el gobierno de Julio César Turbay Ayala. Era entonces García Márquez, el subversivo, como recordábamos con su hermano Eligio (q.e.p.d.), a quien, por vainas de la suerte, tuve la oportunidad de conocer y tratar. Hoy muchos de los que comulgaron con esos abusos dejan rodar lágrimas de cocodrilo. No los olvidamos.Igual, en una y otra época, aprendí a hacer periodismo en el único lugar en el que se debe hacer: en la calle, al lado de las historias y con la fe del carbonero. Con la contrastación como regla y la pasión hecha combustible. Del lado del rigor y con el escepticismo bajo el brazo. Y luego, con lo más fácil y lo más difícil: saber contarlo. Ese, el García Márquez reportero, nos enseñó lo que solo pueden enseñar los Maestros, eso mismo que hacen a diario. Nadie es Maestro de lo que no es capaz de hacer. Será jefe pero jamás Maestro.Y Gabriel García Márquez, como Maestro, seguirá siéndolo siempre. Para hacer que los muchachos en las universidades aprendan y se fascinen leyendo en voz alta sus crónicas (la de Caracas sin agua sacó aplausos hace unos días en un curso) o para que adviertan que los excesos partidistas de los medios quedan en evidencia más temprano que tarde. Y es que en el taller aquel citamos el caso de la revista anarquista El Motín en la España de la preguerra civil, que describía, y justificaba, así un ataque de obreros a curas: Ayer por la tarde, un grupo de obreros subía tranquilamente por la calle de Gracia cuando, por la acera contraria, vieron bajar a dos sacerdotes. Ante tal provocación....Con Gabo, perdón por la confianza, se fue un Maestro. Como se fue otro el mismo jueves 17 de abril: Cheo Feliciano, ese salsero que nos puso a bailar a los malos bailarines. Como se había ido otro Maestro hace siete meses, Álvaro Mutis, grande entre los grandes. Y como se fue uno más por estos días, no de esta vida pero sí del oficio: Daniel Samper, el auténtico, el original, el Pizano.¿Dónde están los Maestros que llenarán esos espacios vacíos?