Los cráteres de 12 metros de profundidad, que se suceden uno al lado del otro en un radio de cuatro kilómetros, muestran una herida abierta en medio de la selva amazónica. Es similar a las que la minería ilegal deja en el Pacífico colombiano, desde Nariño hasta Chocó, y recuerda las del río Dagua, en el corregimiento de Zaragoza, en el Valle, que aún no se cierran.
La operación Perseo, adelantada esta semana por las Fuerzas Armadas en el departamento de Guainía, deja en evidencia que ese otro enemigo mortal para Colombia, para su medio ambiente y para sus habitantes, crece sin medida y parece imposible de derrotar. Y no lo será mientras el Estado sea incapaz de ejercer el control efectivo en todo el territorio nacional, y los criminales se puedan cubrir con el ropaje de organizaciones políticas para destruir los recursos naturales con ánimo de enriquecimiento.
Desde que las grupos criminales encontraron en la minería ilegal una actividad que les produce utilidades tan lucrativas como las del narcotráfico, los bosques y ríos colombianos se volvieron su objetivo. El Eln es el principal protagonista de esa explotación ilícita, en alianza con transnacionales del delito, con la aquiescencia de regímenes como el de Venezuela y con la complicidad de empresas que se prestan para ‘lavar’ el oro y camuflarlo entre sus exportaciones legales.
Según la Contraloría General de la Nación, el 85% del oro que exporta Colombia es producto de la ilegalidad, y según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Undoc, el 65% de la explotación aurífera en territorio nacional es ilícita. ¿Por qué es tan apetecible la extracción minera fraudulenta? Porque puede ser más rentable incluso que la cocaína y más fácil de sacar del país: mientras un kilo del estupefaciente cuesta en el mercado nacional cinco millones de pesos, un kilo de oro se compra en 250 millones de pesos. Así se financian la guerra, el terrorismo y la violencia nacional.
El daño ambiental que ocasiona la minería ilegal es incalculable, y empeora cuando se mezcla con los cultivos ilícitos, como pasa en el Pacífico colombiano. Se calcula que en el país hay 80 ríos afectados por esa actividad, algunos en estado crítico como el Atrato, en Chocó; Sambingo y Timbiquí, en el Cauca; o los ríos Dagua y Reposo, en el Valle. Cada día la extracción minera impacta 500 hectáreas de bosques y páramos, y al menos 146 poblaciones sufren las consecuencias directas de la contaminación que causan el uso del mercurio y otros químicos.
Aún reconociendo los esfuerzos de las autoridades nacionales para combatir ese delito, es claro que los resultados son insuficientes. La minería ilegal avanza y será difícil de detener mientras no se persiga con decisión a los grupos criminales que la promueven, el Estado sea el gran ausente en las regiones afectadas o regímenes como el del vecino Venezuela den refugio y sus fuerzas de seguridad participen en el negocio, como se denuncia en las zonas fronterizas.
Si no se controla y se castiga a sus promotores ya, las heridas abiertas en el Pacífico o en la Amazonía seguirán expandiéndose y serán incurables. Y Colombia verá como su patrimonio natural, el más importante a futuro, se esfumará por cuenta de ese otro enemigo.