En un corregimiento de Colombia, llamado Buena Vista, en Barbacoas, Nariño, residía Sandra Martínez con sus padres y nueve hermanos. No tenían muchas oportunidades, vivían de los frutos que les producía la tierra. A sus 11 años cursaba segundo de primaria en la única escuela del pueblo, sin esperanzas de continuar al bachillerato, pues esto era un ‘lujo’ solo para la gente de la ciudad.
Cierto día, un miembro de las Farc le preguntó qué quería ser cuando grande. “Enfermera”, respondió esta niña que fue testiga de una guerra con escasez de médicos en un modesto y único hospital. Él prometió que podía cumplir su sueño si hacía parte de la camaradería.
Hoy, con 31 años, Sandra es una de las 71 mujeres que culminaron el proceso de reintegración en Cali. De tez trigueña, cabello grueso y mejillas rosadas, agrega más datos a su historia.
Siendo niña se fue de Barbacoas sin despedirse rumbo al monte, donde una guerrillera le dijo: “acá no dan esos cursos como te lo están diciendo”. Ante su llanto, la amenazaron con que si no se adaptaba, iban por los suyos. “En ese tiempo, los de las Farc buscaban menores para fortalecer un nuevo frente que querían conformar, sin importar qué tan pequeños fueran. Éramos 20 niñas, también había hombres, pero tenían entre 15 y 16 años”.
Agrega que la primera vez “que cogí un arma era más grande que yo, eso lo tumbaba a uno de la fuerza que tenía”. Pero con el paso del tiempo se fue adaptando a su nueva vida. Sabía que si quería volver a ver a su mamá, debía fortalecerse para salir de donde estaba.
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“A los 13 años, un jefe del Frente abusó de mí. No entendía por qué me decían que eso hacía parte del entrenamiento, que para ir a pelear había que coger berraquera y la berraquera empezaba por ahí”. El violador la amenazó si lo contaba. “Además, ellos me creerán a mí, no a ti”, le dijo.
Allí era permitido tener pareja, pero no hijos, por eso entregaban pastillas anticonceptivas, pero aun así, Sandra quedó embarazada. Con miedo le contó a su ‘socio’, como llamaban a las parejas en el Frente. Se forraba la cadera con el chaleco y vestía camisas grandes; si la descubrían, su bebé sería abortado.
Tenía siete meses de embarazo y para salvarle la vida a su bebé, decidió escapar. Lo hizo con su pareja y dos compañeros, aprovechando la oscuridad de las 10 de la noche para llegar, finalmente, a un potrero, donde abordaron el primer carro con destino a Pasto.
Ya en libertad, contactó a un hermano y tuvo que decirle los nombres de todos en casa para que creyera que se trataba de la hermana de la que no sabían durante años. Fue hermoso y a la vez triste, porque supo que su familia se había desplazado luego de que los paramilitares asesinaran a un hermano.
Después de entregarse formalmente en el Batallón Pichincha de Cali, logró reunirse con su familia en un encuentro dominado más por la pena que por la alegría. “Sentía dolor por el sufrimiento que les había causado”.
Pero su ‘socio’ nunca logró el mismo encuentro. Fue asesinado por paramilitares horas antes de reencontrarse con su mamá en Popayán. Quiso ir a identificar al muerto, para lo cual se disfrazó para pasar inadvertida: se hizo trenzas, usó gafas y cargaba a su bebé en brazos.
Hoy es mamá de dos hijos: Juan David, de 12 años y una bebé de 4 meses. Pronto se casará con su pareja actual. Acabado el proceso de reintegración, trabaja como operaria de aseo y también tiene un negocio de productos cosméticos. Los luce en el rostro: los ojos delineados de azul y labios color granate. Se quiebra su voz a medida que cuenta su historia, pero sonríe cada vez que puede.
Caucanas: de la selva a la ciudad
En uno de los departamentos considerados como zona ‘roja’ durante el conflicto armado colombiano (Cauca), hace varios años, nacían Mariana Velasco y Valentina Buitrago, quienes sin conocerse, compartían aspectos de sus vidas, entre ellos, criarse en el campo.
Oriunda de Cajibío, Mariana vivía con sus abuelos y, a los 12 años, fue violada por su tío, quien la amenazaba y decía que “si no estaba con él, me echaba de la casa”. Por ello, cansada de la situación, a los 15 años se fue con su novio, pero la vida con él no fue distinta, le pegaba, la gritaba y le quitaba su sueldo.
Entonces buscó otra vida aún peor. En 2002 se fue a un grupo armado. Su mamá la buscó, habló con el comandante, pero no se lo permitieron. “Me puse el fusil en la garganta, me iba a rafaguear y dije: hasta aquí llegué”, cuenta.
Valentina, por su parte, vivía con sus papás y cinco hermanos. Creció viendo cómo su papá al llegar borracho maltrataba a su mamá, al punto de desfigurarle la cara. A Valentina la tomaba del cabello y le pegaba con lo que encontrara, cuenta la mujer.
Tenía 14 años cuando esperó que pasara un grupo armado y se unió al mismo, para no seguir aguantando maltratos. Dos meses bastaron para que se arrepintiera de su decisión.
Hizo parte del Movimiento Armado Quintín Lame durante tres meses y, en repetidas ocasiones, le advirtieron que si se fugaba, su familia correría peligro.
Cuatro meses después, en un enfrentamiento con el Ejército, le dispararon en el fémur izquierdo. Cuando le contó al comandante: “ve, Lucho, me jodieron”, él le respondió: “a mí no me importa, yo por una guerrillera no me voy a hacer matar ni coger”. Ella sintió deseos de descargarle el fusil.
A pesar de las curaciones, alias Gatica no se mejoraba, por lo que la llevaron a San Sebastián donde vieron que su hueso estaba partido. Tuvieron que hacerle otra cirugía, le cortaron una parte del fémur y le sacaron la bala.
Valentina recuerda una ocasión en la que dejó el temor a un lado y se atrevió a dar su opinión. Según ella, “nosotras no teníamos ni voz ni voto, esto es injusto, porque para los combates, las berracas éramos nosotras”. Estaban en una reunión hablando sobre la lucha por el pueblo y preguntó: si nosotros luchamos por el pueblo, ¿por qué siempre atacamos a los pueblos pequeños y no nos tomamos las grandes ciudades como lo hizo el M-19? No hubo respuesta, pero sí la advertencia de sus compañeras para que no preguntara más.
Luego de esto, el miedo se apoderó de ella al saber que estaba embarazada y comenzó a apretarse. Su pareja la calmó diciéndole que él era allegado a un ‘duro’ del Frente y le prometió que tendría su bebé. Cuando la niña tenía un mes de nacida, tuvo que darla en adopción a una miliciana campesina que trabajaba para el ELN. Valentina solo pudo ver a su hija cuando esta tenía 3, 6 y 9 años. Quedó en embarazo de nuevo y la historia se repitió.
En una ocasión cuando fue a visitar a sus dos hijas, vio que le enseñaban a la mayor a limpiar un arma y pensó que no quería que sus hijas vivieran lo mismo que ella. Comenzó a planear su huida.
Mariana vivía en 2010 en Chaparral, Tolima. Por esa fecha llamó al Gaula para empezar su desmovilización. Vivió en Bogotá y después llegó a Palmira, donde su pie comenzó a hincharse, tenían que operarla una vez más.
Buscó la compañía de su mamá, quien le respondió que tenía cosas más importantes que hacer. Pero se sorprendió al verla al salir de la cirugía. “Sentí un nudo en la garganta, me provocaba pararme y darle un abrazo”, recuerda Mariana.
Cuando Valentina planeaba cómo escaparse debió ir a Popayán y aprovechó para buscar a la Policía. La Sijín le entregó un celular para poder ubicarla. Una vez en el campamento, el aparato empezó a sonar. Mientras estaba sentada encima para que nadie lo escuchara, su comandante se percató del ruido y preguntó qué sonaba, a lo que ella respondió que era un reloj. Valentina no tuvo otra opción que tirar el celular al monte y con él sus esperanzas de fugarse. Esa oportunidad llegó estando en un combate. Se fugó con su pareja y fueron en busca de sus hijas.
Después de haberse desmovilizado, en 2003, terminó primaria, bachillerato e hizo un curso de mercadeo en el Sena. Hoy trabaja como operaria de aseo y es mamá de cinco hijos.
Mariana, por su parte, mientras se recuperaba de su cirugía, tejía correas para zapatos, fue recicladora, vendió chance, y actualmente, es gestora de paz. En 2012 quedó embarazada, pero perdió a su bebé a los dos meses. “Espero que Dios se acuerde de mí y me permita formar una familia”, dice.
“Me he encontrado personas que me piden ‘cuéntame tu historia’, pero otras me dicen ‘si usted la cuenta, muchos la pueden rechazar’. Pienso que eso es verdad, hay quienes te rechazan por ser desmovilizada. A la final, es mejor que lo acepten a uno tal y como es”, concluye Mariana.
Forjadoras de paz
De las 235 mujeres que aún continúan el proceso de reintegración, sumadas a las 34 en el de reincorporación, 41 han sido beneficiadas con apoyo económico de la Agencia para la Reincorporación y Normalización para sacar adelante sus proyectos productivos.
La coordinadora de la entidad en el Valle, María Isabel Barón, indicó que “se tiene la idea de que las excombatientes son fuertes, guerreras, pero en realidad muchas llegan con dificultades psicosociales. El 80% han sido abusadas sexualmente”. De hecho, dos de las líneas de trabajo tienen que ver con prevención de la violencia hacia la mujer y la otra, con cuerpo y sexualidad.
”Tras hacer parte de procesos de reconciliación, estas mujeres se han empoderado y convertido en líderes, interviniendo en escenarios de paz”, destacó Barón.
Una de las iniciativas más destacables es Video Reconciliación, que recibe el apoyo de la Unidad de Víctimas, la Secretaría de Paz de la Alcaldía, la Ruta Pacífica de las Mujeres y la Misión de Apoyo al Proceso de Paz.