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¿Quién debe ganar en 2026?
Tal vez sea la hora del centro, pero no de ese centro sin identidad que perdió elecciones por limitarse a rechazar los extremos sin ofrecer un rumbo claro.

El país no solo está dividido políticamente; está fracturado en lo económico, lo social y lo territorial. En un escenario minado por la desconfianza, ganar una elección presidencial exige más que captar votos: requiere bajar el ruido, trazar una ruta clara que cualquier ciudadano pueda comprender y proyectar un equipo de trabajo sólido.
El hartazgo con la política tradicional podría abrir un nuevo camino, siempre que no sea un simple relevo entre quienes, sin distinción ideológica, han vivido del erario o entre aquellos que, por conveniencia, prefieren que el modelo actual se mantenga. Quien logre trascender la confrontación ideológica y ofrezca una salida pragmática tendrá mayores posibilidades. Pero, ¿cómo hacerlo en un país habituado a la guerra política?
Durante décadas, el miedo ha sido la herramienta más eficaz para captar votos, pero ese no es el camino. La derecha ha explotado el temor al ‘castrochavismo’; la izquierda, el fantasma de las élites corruptas. Ambos extremos han movilizado emociones, pero han dejado una nación en fatiga crónica, atrapada en debates estériles que eclipsan a quienes realmente impulsan el progreso.
Mientras tanto, la pobreza avanza. Más del 39 % de la población está en condición de vulnerabilidad y la informalidad laboral supera el 58 %. No se puede seguir prometiendo subsidios como única respuesta ni confiar ciegamente en que el mercado, sin regulación, corregirá el rumbo. La apuesta ganadora será una combinación de inversión social y crecimiento productivo: un Estado eficiente, pero sin burocracia paralizante, y un sector privado dinámico, pero con reglas claras que impidan la concentración del poder económico en unos pocos. No es una ecuación sencilla, pero sí posible.
El liderazgo no se mide por quién habla más duro ni, peor aún, por quién habla más carreta. Las grandes transformaciones ocurren cuando se combinan planeación técnica y visión de largo plazo. A principios de siglo, Bogotá, vivió un punto de inflexión gracias a una gestión enfocada en infraestructura y modernización urbana, un modelo que, con el mismo liderazgo, fue retomado con éxito años después. No fue cuestión de ideología, sino de resultados y de rodearse bien. Proyectos en todos los frentes que, pese a la resistencia inicial, hoy hablan por sí solos.
A esto se suma la seguridad, el gran tema del que pocos quieren hablar con profundidad. La violencia se ha normalizado. Con más de 30 grupos armados disputando territorios, el Estado ha cedido el control en amplias zonas del país. No bastan los discursos de ‘mano dura’ ni las promesas de ‘paz total’ sin estructura. Se necesita un enfoque integral: uso legítimo de la fuerza, estrategias de desarrollo para evitar que los jóvenes terminen en el crimen organizado, reformas en la justicia y la policía para recuperar la confianza ciudadana y, lo que nunca hemos logrado de manera efectiva, la sustitución real de economías ilegales por alternativas productivas sostenibles, respaldadas por infraestructura y mercados viables.
Tal vez sea la hora del centro, pero no de ese centro sin identidad que perdió elecciones por limitarse a rechazar los extremos sin ofrecer un rumbo claro. Con la campaña ya en marcha, cabe esperar que los candidatos que empiezan a sonar comprendan algo de esto, más allá de la inercia con la que la política suele arrastrarlos.
Podrá sonar utópico, pero las grandes transformaciones comienzan con ideas que en su momento parecían imposibles. No hay alternativa distinta a transformar el liderazgo. Ojalá también, sin avivar más el fuego.
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