NOVELA
'Cómo vivir en vano': lea un capítulo de la nueva novela de Ricardo Silva Romero
Esta contagiosa novela de Ricardo Silva Romero, retoma a los Pizarro, la familia central de ‘Cómo perderlo todo’, quienes reaparecen en el año 2020 para protagonizar nuevas historias.
Conviene tratar a todo el mundo como si estuviera loco: «¿De verdad?», «descansa un poco», «tienes toda la razón».
Pues ya ha sido probado una y mil veces que la Tierra gira alrededor del yo. Pero por eso mismo, porque cada cual anda enfrascado en lo suyo y poco más, sólo un puñado de investigadores anónimos e imperturbables se han dado cuenta de aquella enajenación que es la más cierta de las verdades científicas. Con el paso de las tramas propias o ajenas, con el paso de las novelas policiacas o de las conjuras de los necios, va aprendiéndose en la vida que a la larga el asesino siempre es uno mismo. Estar solo es estar a merced del enemigo. Verse despoblado, «no se vayan, por favor, quédense un rato», es despertar a los perros bravos que esperan entre pecho y espalda. Cuando se es el último de la casa en quedarse dormido, por ejemplo, no queda sino capotear el fantasma que sabotea por dentro la paz del pobre cuerpo. Y, según sugieren las señales y según repiten las astrólogas que leo, ser alguien va a ser mucho peor durante este bisiesto que nació maldito —el 2020 de la visión perfecta, ja, ya veremos— y acaba de empezar a duras penas: «¡Feliz año!», gritan las unas y los otros en la sala de aquel apartamento tan acostumbrado al silencio de sus dueños, «que la vida al fin se cumpla».
Y al terco y gigantesco y barbado y misericordioso profesor Horacio Pizarro, prestigiosísimo por estos lados e impugnado en los mentideros políticos de los tiempos que corren, se le viene a la cabeza una sentencia demoledora que prefiere tragarse porque le suena demasiado a trino —a tuit de Twitter— que puede acabar con todas las treguas que él y su familia han estado velando desde aquella vez.
De golpe, mientras se levanta de la silla que le hace bien a su espalda a vaticinarles a los invitados el año que ellos anhelan escuchar, se da cuenta de que ya no quiere, ni puede, ni va a evitarlo: no está a punto de escribir en una libreta aquella frase, sino de cometerla en la red antes de que se la robe alguno de los cientos de miles que deben tenerla ahora mismo en la punta de la lengua.
No hay vuelta atrás: aquí está esa manía suya de lanzar al ruedo una barbaridad porque ya es la hora, sí, esa manía suya de pronunciar necedades porque hace un buen rato no está a la altura de su fama de brusco e imprudente.
—Que todo nos salga mejor —desea a diestra y siniestra por lo pronto, entre dientes, eso sí, para relativizar el asunto y para bajarle el volumen a la solemnidad navideña que tanto le repugna, y se le ve reticente al mundo y a sus mañas como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.
—Año bisiesto, año siniestro —le responde el dedo índice de su consuegra estrambótica, la escritora América Triana, que es un poco más aguafiestas que la persona más aguafiestas que usted conozca y será muy buena en lo suyo, pero a él a esas horas le da igual—: si el 2020 llega a salirnos como el 2016, yo me suicido.
Suicidarse es matar al mensajero. Suicidarse es ser el fiscal y el juez y el verdugo de una voz que ha estado susurrándole a uno la verdad. No es necesario fundar una oenegé ni montar un centro de estudios en una universidad en las costas gringas para llegar a la amarga conclusión, además, de que el número de «muertes por mano propia» crece cada 31 de diciembre. No es necesario graduarse de Psicología ni tener un don para entender por qué tantos se pegan un tiro antes de las doce. Pero el comentario de la señora lo destempla a él, al profesor Pizarro de sesenta y un años ya, como una tiza que chirrea contra un tablero de los de antes, ay, cuando mis hijas no tenían otras familias que lidiar, cuando las fiestas de Año Nuevo eran fiestas entre comillas porque se nos iba la última hora de esa última noche tratando de mantenernos despiertos.
Están, repito, en la sala del apartamento en donde han vivido desde que la familia Pizarro tiene uso de razón. En las mesas auxiliares de madera pueden verse copas vacías con huellas digitales y platos con restos de pasabocas: un borde de jamón y cáscaras de pistachos. Hay un disco dando vueltas en la tornamesa de la esquina, «I am he as you are he as you are me and we are all together», canta John Lennon, como un recordatorio de que no estamos yendo sino volviendo. Hay una mancha de vino parecida al mapa de Colombia —y alguien la ha cubierto con la sal que se traga cualquier sombra— en el tapete grueso de tráfico pesado. El profesor siente que su esposa, la malhablada y dulce y brillante de Clara, le está poniendo una mano en la cintura: «Feliz año, Pizarro, no hable dormido ni joda tanto esta vez…». Y del sofá de cuero de tiempos mejores se levantan su hija y su nuevo yerno con un par de sonrisas que parecen una sonrisa nomás: «¡Vamos a darle la vuelta a la manzana con una maleta!», propone él para sonar espontáneo. Y su consuegra, y un intruso que ella trajo y que no falta en toda celebración de año nuevo, se paran de los dos sillones verdosos con aires de tronos a repartir los abrazos que vaya usted a saber quién se inventó.
A su modo de ver, que es un punto de vista en vías de extinción, todos los personajes que ha interpretado en su vida de viejo han sido personajes dignos. Ser un hijo, al menos en sus tiempos sin selfies ni terapias para caprichosos de todas las edades, fue ser un testigo, un solitario. Ser un amante fue cumplir un recuerdo. Ser un marido siempre será decoroso, pues en el peor de los casos, o sea el más común, es fungir de antagonista. Ser un padre de adultos ha sido encarnar un personaje secundario, un gregario. Pero ser un consuegro no deja de parecerle una soberana ridiculez. Responde con un beso breve a su esposa Clara, la combativa y la consciente Clara, como renovando un secreto a voces. Abraza a su hija Adelaida, la silenciosa y la justa Adelaida, como levantando a su niña: «¡Feliz año, genia!».
Pregunta una vez más al aire por el paradero de su otra hija, por la vehemente y la arrebatada Julia, mientras saluda al intruso con una sonrisa de miserable: «¡Que ya viene!». Le pone una mano en el hombro a su yerno, claro, la hipocresía es la civilización. Y, sin embargo, no le ve ningún sentido a desearle un gran 2020 a esa señora tan rara.
Se lo desea sin ninguna clase de entusiasmo: «Mucha suerte, ¿no?», le dice. Le da unas palmaditas en la espalda porque ella, que es mucho más baja que él porque todo el mundo es más bajo que él, se las está dando en la cintura. Ya no se acuerda, el profesor Pizarro, de cuando no era un gigante bonachón y desgarbado, un ogro de barba vestido con sacos azules de hilo y pantalones habanos de dril. Siempre ha sido el que es. Siempre, desde que alcanzó la estatura de sus padres, ha tenido ese vozarrón y ha lidiado esa nostalgia, ay, cuando leíamos CHARLIE Y LA FÁBRICA DE CHOCOLATE y Tintín en América con las niñas antes de dormir, cuando veíamos juntos Sunset Boulevard o Travesuras de una bruja metidos entre la cama. Desde niño ha visto ese plano general, de alto muy alto, por encima de todos los demás. Ha preferido las canciones de los Beatles si le dan la oportunidad de escoger el disco: «You say goodbye and I say hello…» suena ahora mismo. Ha sufrido de la espalda, pero jamás del corazón.
Tuvo una primera esposa: quién no. Tuvo un par de strikes en la juventud, una muchacha que no lo dejaba irse porque tampoco lo dejaba quedarse y un colega emborrachado de hipótesis políticas que dejó de ser su amigo el día en que le propuso poner una bomba en el laboratorio de Física de la universidad, pero pronto entendió que si la idea era ser el hombre que es y sujetarse a sí mismo —«decir de dos cosas que son idénticas no tiene sentido y decir de una cosa que es idéntica a sí misma es no decir nada», concluyó el Wittgenstein de los tiempos del Tractatus—, lo mejor que podía hacer era amarrarse al mástil de su segundo matrimonio y dedicar las horas de vigilia a dar sus clases en la universidad y a pensar y a escribir sobre los límites del lenguaje. Quién sabe qué hubiera hecho si no se hubiera vigilado los propios pasos y no se hubiera encerrado en una vida.
Seguro sería ese intruso de mochilas arahuacas a estas alturas de la vida, ese tipo cómodo dentro de sí mismo e incómodo para los demás, que desde las diez ha estado pidiéndoles a todos que sintonicen la emisora rancia en la que a estas horas ponen «faltan cinco pa’ las doce…» y «yo no olvido el Año Viejo…».
Pero es que Pizarro es Tauro. Lo ha sido desde la niñez. Lo ha ejercido como un protagonista. Lo ha venido practicando, más que nunca, desde el pasado año bisiesto: FUCK 2016. Porque un desliz de principiante en su muro de Facebook —la torpe e ingenua publicación, dedicada al embarazo de su noble Adelaida, de una investigación de Scientific American que pretendía probar que las mujeres que tienen hijos son las criaturas más inteligentes de la Tierra— no sólo desató un infierno de insultos à la capitán Haddock adentro y afuera de las dantescas redes sociales, «¡machista!», «¡parásito!», «¡reptil!», «¡anacoluto!», «¡antropófago!», «¡espantajo!», «¡cataplasma!», sino que, por cuenta de las «denuncias» de una amiga del departamento de Filosofía que resultó ser todo lo contrario, estuvo a punto de arruinarlo y de aniquilarlo y de sacarlo de la universidad unos cuantos semestres antes de la jubilación.
Ese 2016, en fin, Pizarro se vio a sí mismo solo, solísimo, desierto hasta bordear la deformidad y hasta caer en la distorsión de cada jornada, mientras a su esposa y a sus hijas se les iban pasando las cuatro estaciones en aquella ciudad —en la azul y la antigua Boston— donde habían sido tan felices juntos cuando los cuatro eran niños.
Pagó las cuentas y las deudas que solía pagar su Clara. Asumió las demás adulteces que jamás había tenido que asumir porque no tuvo alternativa. Siguió en la distancia, con su propio dolor y con su propio alivio, el embarazo, el nacimiento, la respiración, el llanto, el ruidito, la mirada, la sonrisa, la encía dolida de su primera nieta: de la rubiecita Lorenza. Se dejó llevar por su personaje porque se vio envuelto en una trama, y descendió a mediados de ese año terrible a una especie de amorío sudoroso y fatigado de novela que de tanto en tanto se fuerza a recordar porque parece una película de «la Nueva Ola», pero semejante odisea en semejante bisiesto lo empujó a recordar que vivir sin su Clara era vivir sin órganos por dentro de ese cuerpo larguirucho: ¿qué gracia podía encontrársele a ser una persona si no tenía su vida ni su espejo?
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