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Juan Villoro (México, 1956) es periodista, escritor y traductor, otra de sus obras están la novela ‘El testigo’, los ensayos de 'La utilidad del deseo', y las crónicas de 'Los once de la tribu' y 'Dios es redondo'. | Foto: Foto: Sofía Grivas

LITERATURA

Diálogo con Juan Villoro sobre 'La tierra de la gran promesa', su nueva novela

El escritor mexicano Juan Villoro regresa con su novela ‘La tierra de la gran promesa’, un lugar donde las utopías ya no están en oferta. Diálogo con el autor, quien fue uno de los invitados al Hay Festival de Cartagena 2022.

15 de marzo de 2022 Por: &nbsp;Juan Camilo Rincón, especial para Gaceta<br>

Al incendiar un cine se queman los ojos de un país. El poder represivo asume muchas formas: ahoga de hambre, pervierte el pensamiento y lo trastoca, y hostiga los actos de divergencia, especialmente cuando nacen en el arte. En Alemania los nazis incineraron cientos de libros para coartar las ideas, en México se optó por hacer arder las cinetecas para que las imágenes no denunciaran el desastre que ocurría a los ojos de todos.

De esas llamas nace la chispa de ‘La tierra de la gran promesa’, la novela más reciente del escritor mexicano Juan Villoro. Su protagonista es Diego González, un documentalista que viaja con su esposa a Barcelona para huir de un país que lo desconoce y del cual descree. Los fantasmas y los miedos que creyó superados lo alcanzan a través del periodista Adalberto Anaya, emisario de una correría entre narcos y políticos, y quien lo llevará al fondo de problemas que superan su propia capacidad de imaginar e intervenir la realidad.

Desde el reportero judas hasta la trampa fílmica en la que cae un narco, pasando por los secretos de un padre notario hasta los gritos en los sueños que solo pueden ser escuchados por la sonidista a la que ama, Diego nos muestra, mediante su cámara de carrete, la idiosincrasia de nuestros países. Son las patrias donde solo se puede ganar cuando se ha sufrido mucho, y es imposible ser protagonista porque es más fácil convertirse en un extra de oro.

Una de las cuestiones que encuentro más valiosas de la novela es la reflexión sobre el arte como uno de los pocos espacios reales de libertad que aún persisten. ¿Por qué la corrupción, la delincuencia y el poder buscan de manera tan desesperada contaminarlo y usarlo a su favor?

Inevitablemente el arte, que es producción de belleza y que tiene que ver con la representación de la realidad, ha sido usado en todas las épocas para los más diversos fines. Los reyes, los jerarcas prehispánicos, los papas, han coleccionado obras de arte, las han promovido, las han pagado y han querido que su historia se asocie con distintas formas de la representación de la realidad. En una época, la pintura; hoy en día podría ser el cine o incluso las series de televisión. El arte no es inocente pues está en una sociedad impura y puede ser objeto de muchas manipulaciones. A Diego le sucede que él, queriendo hacer documentales objetivos, se ve metido en un entramado donde no sabe cómo puede estar siendo vocero de algún criminal o ser denunciante de un capo. Hay una serie de intereses ajenos a él que intervienen en la creación de su documental y, queriendo retratar la realidad de manera neutra, objetiva, cae en intereses subjetivos que le son ajenos. Esto le puede pasar a cualquier periodista, a un artista. Si eres un pintor y un cuadro tuyo se subasta, no sabes si lo compró un narcotraficante, un jeque árabe, un traficante de armas… entonces, el destino del arte es complejo. ¿Hasta dónde tenemos responsabilidad de esto, y hasta dónde podemos intervenir en la manera en que representamos la realidad? Esa es una de las preguntas de ‘La tierra de la gran promesa’.

A Diego, en algún momento de su vida, “todo le parecía filmable”. A usted ¿qué cosas siempre le parecerán escribibles?

Una de las cosas más misteriosas que le pueden suceder a un escritor es que ciertas circunstancias, objetos o personas que da por conocidos, resulten sorprendentes si los sabe mirar con suficiente cercanía o con vocación de novedad. Creo que no hay nada más asombroso que lo cotidiano, las cosas que damos por sentadas, y eso se puede renovar una y otra vez. El escritor tiene que renovar su capacidad de asombro con cada libro; si no, cae en una cosa tremenda, que es la repetición. Todos nosotros conocemos a grandes autores que de pronto empiezan a reiterarse y a darle cuerda a la misma fórmula; esa es la muerte de la imaginación. Mantener la capacidad de asombro depende, sobre todo, de ver lo común de manera distinta y estimular la curiosidad. Estoy convencido de que la curiosidad es el nombre profano y plebeyo de la inspiración. Muchas veces se habla del escritor tocado por las musas y que, en un rapto de creatividad, descubre su gran frase o su gran poema. Esto puede ocurrir en algún momento, pero creo que de manera más común lo que te estimula es la curiosidad; tener esta vocación de apertura para encontrar sorpresas en la norma y, a partir de eso, poder escribir algo diferente.

Uno va entendiendo la historia de Diego a través de sus sueños y su hablar nocturno, que revelan sus secretos y sus deseos. ¿Por qué son tan importantes los sueños como recurso narrativo?

La novela surgió de la invitación a escribir un episodio de una serie de televisión que se iba a filmar en Brasil. Un director que se llama Felipe Hirsch convocó a diez escritores latinoamericanos y cada uno tenía que escribir una historia. El único requisito era que el personaje se durmiera y luego despertara; no necesariamente había que narrar un sueño. Entonces se me ocurrió escribir la historia de un documentalista que habla dormido y está casado con una sonidista; ella puede descifrar lo que él dice de noche, de modo que, para él, dormir se convierte en una confesión involuntaria, porque él está diciendo algo que no recuerda al despertar, pero que su esposa puede entender. Eso me pareció muy atractivo. Como tantos proyectos de serie, este nunca se hizo; entonces me quedé con esta historia y la agrandé un poco. ¿Qué pasa con esta persona cuando está despierta? Si, cuando está dormido no controla lo que dice y se está confesando, ¿qué sucede cuando él filma? Dije: ¿qué tal que sea un documentalista que cree controlar la realidad, que piensa que la administra, y de repente se da cuenta de que la realidad en un país como México es tan difícil de controlar como los sueños? No sabe quién metió dinero en su película, no sabe qué decisión puede tomar un camarógrafo, no sabe por qué le dieron una cita con un capo del crimen organizado. Todas estas circunstancias hacen que él sienta que la vigilia, el mundo de los ojos abiertos, es tan incontrolable como el mundo de los sueños. Ahí fue creciendo la historia por ese lado. Luego me pregunté: ¿qué tipo de relación tiene con el cine? Me acordé del incendio de la Cineteca, que era ese fuego que había alimentado toda su vida, ese símbolo de la destrucción del cine que ocurrió cuando él estaba estudiando, y entonces se fue tejiendo el resto de la novela.

Esa presencia permanente del cine me hace pensar en cuáles son las escenas de la vida cotidiana de Latinoamérica que le resultan más cinematográficas…

La realidad latinoamericana pide a gritos ser filmada porque es muy colorida, contrastada, dramática, y una y otra vez uno siente que hay temas esenciales, tanto para el cine de ficción como para el documental y, por supuesto, para la crónica y la novela. Hablando de películas, hay una frase que me gusta mucho de ‘El tercer hombre’, basada en una novela de Graham Greene, en donde Orson Welles dice el siguiente parlamento: “¿Qué aportaron la paz, la estabilidad y la seguridad de Suiza? El reloj cucú. En cambio, la corrupción, la ilegalidad y las intrigas de Italia produjeron el Renacimiento”. No son exactamente esas palabras, pero lo que él quiere decir es que el gran arte surge de una sociedad muy convulsa y, si esto es cierto, pues los latinoamericanos no tenemos más remedio que ser renacentistas porque, con todos los desastres sociales que hemos tenido, en compensación ha surgido un arte muy rico que trata de explicar una realidad que parecería no tener sentido.

Ese asunto de la Latinoamérica paradójica me hace recordar esta frase de la novela: “Solo si ya te jodiste tienes permiso para ganar”. ¿Cree que estamos condenados a ser una idiosincrasia del sufrimiento y la derrota, como lo plantea en el libro?

Yo creo que no hay destinos inmanentes para un país. Los países van construyendo su historia. Si vemos lo que pasó hace siglos con naciones que ahora nos parecen muy prósperas, esto nos da una idea clara de que las cosas pueden cambiar. Si los suizos tuvieran la oportunidad de ser corruptos, probablemente tendrían una sociedad muy descompuesta. Todas las sociedades tienen zonas oscuras. Me decía un experto en seguridad que él quisiera que México tuviera la corrupción de Alemania; y no es que allá no haya corrupción, pero sucede que, por las leyes, la educación, el sistema jurídico, esta está mucho más acotada. Creo que las sociedades pueden cambiar, transformarse. No creo que estemos condenados. Es un poco la gran pregunta que hace García Márquez en ‘Cien años de soledad’ y luego en su discurso del Premio Nobel: ¿se trata de una estirpe condenada para siempre a la soledad, o puede pasar a la solidaridad, que es lo contrario? Desde luego, él hace un llamado a que esto suceda, y ese llamado sigue esperando ser atendido, pero podrá serlo.

Otro aspecto muy interesante es el personaje de Mónica, la sonidista y lo que se deriva de ahí alrededor del valor de los ruidos y los sonidos. ¿De dónde nació esa idea?

Hubo una cosa tremenda porque, a causa del coronavirus, perdí un oído, entonces estaba escribiendo una novela donde el sonido es muy importante porque Mónica, la mujer de mi protagonista, descubre algunos de sus secretos por lo que él balbucea de noche. El sonido es importantísimo para el cine y para cualquiera de nosotros, y mientras escribía la novela, el perder el oído me hizo valorar todavía más la importancia de escuchar estas cosas. Respecto al carácter de Mónica, me parecen importantes varias cosas: una, que ella es mucho más joven que Diego. Él creció en una época, que también es la mía, en la que las utopías estaban en oferta. Había promesas de un socialismo democrático para América Latina, una guerrilla romántica, consumo de drogas que iban a abrir las puertas de la percepción, un retorno hippie a la naturaleza, amor libre, todas estas utopías, y de pronto pasas de eso a una época con la pandemia del sida, el narcotráfico, las dictaduras, el ecocidio. Entonces parecería que todas las utopías se cancelaron, y Diego siente una gran frustración porque él quería un cambio radical en donde todo fuera distinto, y Mónica, por el contrario, solo ha conocido la crisis. Es mucho más joven, es millennial, y lo único que ha conocido es una sociedad que no te da tanta esperanza, pero justamente por eso se adapta mejor en la realidad, no con conformismo, sino tratando de modificar las cosas que concretamente puede cambiar. Tiene una capacidad de resistencia e incluso, me atrevo a decir, de transformación superior. Para él esto es una lección y un aprendizaje. Diego decía: “Como no pude cambiar todo, no puedo cambiar nada”, que es una frustración que he visto mucho en nuestra generación. En cambio, gente más cercana a ti en edad, por ejemplo, no tenía la esperanza de cambiar todo de la noche a la mañana sino, simplemente, ¿qué puedo cambiar hoy? Eso es más útil y más válido: atrapar la esencia de cada día y hacer algo. Es una lección que Mónica le da a Diego. Otra cosa importante es que él se confiesa involuntariamente; ella lo graba, lo entiende, pero no le dice nada, no lo confronta sobre cuál es su trauma, ni le pregunta qué le pasó; ella solo espera que él le cuente, lo cual me parece una actitud muy noble. En la novela las mujeres son mucho más fuertes que los hombres.

Como la primera novia, ¡que es maravillosa!

Bueno, a esa primera novia, Susana, él no le da la verdadera importancia porque está obsesionado con su futuro y considera superada esa etapa, y eso no le permitió ver la mujer maravillosa en la que ella se iba a convertir. Ella lo rescata en dos ocasiones, le salva la vida, y ese es un aprendizaje para él. A mí me gustan mucho las novelas donde los personajes se transforman; empiezan de una manera, van aprendiendo cosas y salen siendo de algún modo otras personas. Me gustaría pensar que el lector también se transforma un poco leyendo las novelas. No me gustan las novelas donde, de principio a fin, siempre sabes quién es el malo, quién es el bueno, y nada cambia; solamente hay anécdotas y peripecias. Creo que es muy importante una transformación existencial de los personajes.

Ahora que nos encontramos en el Hay Festival, ¿cómo ve estas nuevas conversaciones que nacen en la literatura y terminan irradiándose a otros espacios?

Me parece importantísimo que recuperemos los actos de presencia. En estos dos años de pandemia aprendimos que no hay nada más valioso que el contacto con el otro. Nunca se habla ni se transmite ni se toca igual ante una cámara o un auditorio vacío que cuando estás ante un auditorio repleto. Esta comunicación y comunión, ese rito que se establece entre los artistas y el público, que es absolutamente esencial, se había perdido. Es muy bueno recuperar esto, tanto como establecer vínculos con autores de otras latitudes. Hay una idea un poco distorsionada de la comunicación hoy en día: ante la posibilidad de entrar en contacto en el océano digital con cualquier persona, parecería que estamos siempre conectados, pero esto no significa que haya un verdadero diálogo, pues muchas veces son contactos fragmentados, breves. Tenemos muchos vínculos pero poco contacto real, que es el que realmente se logra en una conversación cara a cara con el otro. Por eso, un festival de conversaciones como este es absolutamente necesario.

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