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Fiódor Dostoievski: el Quijote ruso a 200 años de su nacimiento

El 11 de noviembre de 1821, hace dos siglos, nació el escritor Fiódor Dostoievski, el novelista ruso más influyente, considerado un clásico universal, cuyas obras: ‘Crimen y castigo’, ‘El idiota’ y ‘Los hermanos Karamazov’, entre otras, aún siguen revelando secretos de la conciencia humana.

14 de noviembre de 2021 Por:  L. C. Bermeo Gamboa, periodista de Gaceta
Monumento a Dostoievski en la Biblioteca Estatal de Rusia, en Moscú. | Foto: Foto: 123RF

Cuando era niño, Fiódor Mijáilovich Dostoievski adquirió la curiosa costumbre de asumir la culpa por errores que otros cometían en su familia. Era el segundo de 7 hijos. Confiaba en que así su padre se apiadaría de sus hermanos y estarían a salvo. Desde esa edad, el misericordioso Fedya estableció una relación cercana con el sufrimiento ajeno y los castigos injustos: asumidos como propios, y aunque esto no tuviera una coherencia emocional para psicología tradicional —Sigmund Freud dedicaría un estudio a su particular sentimiento de culpa—, para el carácter cristiano de Dostoievski resultaba una valiente oportunidad de mejorar las condiciones de su entorno y hacerlo sentir reconciliado con la vida. Un antecedente como este prometería a futuro un santo, salvo que así como podía sacrificarse por sus hermanos, igualmente desearía la muerte de su padre —un médico rural que según algunas biografías terminó asesinado por sus siervos—. En este sentido, Dostoievski también se abrió a experimentar el lado más oscuro de la condición humana.

La biografía que Stefan Zweig dedica a Dostoievski en ‘Tres maestros’, es una sensible argumentación poética, donde considera que el fundamento de su obra es una poderosa asimilación del dolor de su destino trágico (la pobreza, la cárcel y la sentencia de muerte, el exilio, la enfermedad y el duelo por sus seres queridos), así como el aprovechamiento del sentimiento de culpa por errores cometidos (el alcohol y los juegos de azar), incluyendo sus pulsiones más perversas (el asesinato, el robo y la violación), en favor de una experiencia de redención estética —otros dirán mística— plasmada en sus novelas.

En un párrafo memorable, así lo expresa el biógrafo: “El último y único secreto de Dostoievski, la fuente de fuego de sus éxtasis de la que emanan sus creaciones, es el abandono sin límites y sin tregua, sin defensas pero con conocimiento, a su destino dual. Precisamente porque le fue dada una vida tan llena, porque se le abrieron en el dolor infinitos horizontes de sensaciones, amó la vida, una vida atroz y afable, divina e incomprensible, eternamente inaprensible y eternamente mística. Pues su medida es la plenitud, el infinito. Nunca en su vida quiso que aflojara el embate de las olas, sino que sólo para él fuera más concentrado e intenso, y por eso nunca esquivó los peligros, tanto interiores como exteriores, porque al fin y al cabo eran posibilidades de sensaciones, incitaciones para los nervios. A fuerza de entusiasmo y de éxtasis hizo crecer todo cuanto estaba en germen en su interior, el germen del bien y el del mal, los vicios y las pasiones, no extirpó ningún peligro de su sangre a sabiendas. Sin descanso, el jugador que llevaba dentro se entregó como envite al apasionante juego de las fuerzas, pues sólo en el girar del rojo y el negro, muerte o vida, experimentaba con dulce vértigo toda la voluptuosidad de su existencia. (…) Jamás se le ocurre corriger la fortune, mejorar la suerte, esquivar el destino, hacerlo flaquear. Jamás buscó la consumación, el remate, el descanso final, sino sólo intensificar la vida en el dolor; pujó cada vez más alto para llevar sus sentidos a nuevas tensiones, pues no era a él mismo a quien quería ganarse, sino la suma más alta de sensaciones. No quiere, como Goethe, cristalizarse, reflejar fríamente con cien caras el agitado caos, sino permanecer como una llama, autodevorándose, consumiéndose todos los días para elevarse de nuevo todos los días, repitiéndose eternamente, pero siempre con acrecentada fuerza y alimentándose del contraste cada vez más marcado. No quiere señorear la vida, sino sentirla. No ser el dueño de su destino, sino su fanático esclavo. Y sólo así, como «siervo de Dios», el más abnegado de todos, pudo llegar a ser el más sabio conocedor de todo lo humano”.

El 11 de noviembre de 1821, hace dos siglos, nació el escritor Fiódor Dostoievski, el novelista ruso más influyente, considerado un clásico universal, cuyas obras: ‘Crimen y castigo’, ‘El idiota’ y ‘Los hermanos Karamazov’, entre otras, aún siguen revelando secretos de la conciencia humana.

Esa dualidad que plantea Stefan Zweig determinará toda su obra, pero principalmente en el ciclo novelas que escribió posterior a su experiencia en la cárcel, cuando fue sentenciado a muerte —por conspiración contra el estado ruso— y el último día, estando de pie en el paredón y esperando la descarga final, llegó un indulto del zar para los prisioneros políticos, por lo que a cambio lo enviaron a Siberia, donde pasó trabajos forzados durante 4 años y después fue obligado a vincularse como soldado raso en el ejército ruso, alcanzando el grado de teniente. En esos años, derivado del impacto emocional de aquellas circunstancias extremas, se empezaron a manifestar periódicamente los ataques de la enfermedad que lo acompañaría toda la vida: la epilepsia. A través de varios de sus personajes, el escritor compartirá el dolor y las sensaciones de éxtasis que causa esta enfermedad, sobre todo con el Príncipe Myshkin, protagonista de ‘El idiota’.

A Dostoievski generalmente se lo califica como un autor realista, con especial talento para describir espacios pobres y sórdidos de las clases marginales, así como creador de personajes con psicologías complejas, desde abnegados seres como Sonia en ‘Crimen y castigo’, hasta vulgares y despreciables como Marmeládov. Sin embargo, su obra tiene un fundamento fantástico, que se confunde con el misticismo redentor que siempre anheló infundir el escritor a sus compatriotas de la Santa Madre Rusia. Es indudable que Dostoievski logró compenetrarse con el alma rusa de su época, creando una obra popular basada en el sufrimiento colectivo justificado en un sustrato religioso (que para un lector no creyente podría resultar un aspecto fantástico muy conmovedor).

Como afirma George Steiner, “la historia rusa ha sido una historia de sufrimiento y humillación casi inconcebibles. Pero el tormento y la abyección nutren las raíces de una visión mesiánica, de un sentimiento de singularidad o de un sino radiante. Este sentido puede traducirse al lenguaje de la eslavofilia ortodoxa, con su convicción de que la tierra rusa es sagrada de una manera absolutamente concreta, de que solo ella llevará las huellas del regreso de Cristo”. Y, siguiendo las palabras de James H. Billington en ‘El ícono y el hacha’, el novelista ruso creía más en Cristo que en Dios, y hacia el final de su vida suponía —como muchos de sus compatriotas— que el dolor de Rusia era una señal de la venida del salvador. Por eso, su última gran novela: ‘Los hermanos Karamazov’, es casi un tercer testamento del catolicismo ortodoxo, allí, como en la Biblia, se concentra toda la bajeza humana, el crimen familiar, el racionalismo ateo de Iván, la devoción mística de Aliosha y, como era costumbre del autor, aparecen las señales de redención: la condena asumida por el inocente Dmitri y la muerte injusta del pequeño Iliusha, que a pesar del inmenso dolor que genera parece bendecir la paz entre los vivos.

‘Los hermanos Karamazov’, que en el proyecto original de Dostoievski solo era la primera parte de una gran serie sobre el alma rusa —algo parecido a la Comedia Humana de Balzac—, es una monumental obra, cruelmente hermosa, sobrecogedora a tal punto que el lector se convierte casi en un masoquista, porque vuelve una y otra vez al libro, sabiendo que sufrirá.

Nada expresa mejor esta poderosa cualidad de la obra de Dostoievski que el ensayo ‘Homenaje a Masoch’ de Augusto Monterroso. Un hombre prefiere abandonar una reunión social para ir a su apartamento, servirse un poco de ron, poner una grabación de la Tercera Sinfonía de Brahms, y sentarse a leer el Capítulo III del Epílogo de ‘Los hermanos Karamazov’, donde se cuenta la muerte del pequeño Iliusha y el destino de Dmitri.

“Leer reiteradamente aquella parte en que se ve muerto al niño Iliusha en un féretro azul, con las manos plegadas sobre el pecho y los ojos cerrados, y en la que el niño Kolya, al saber por Aliosha que Mitya (Dmitri) su hermano es inocente de la muerte de su padre y sin embargo va a morir, exclama emocionado que le gustaría morir por toda la humanidad, sacrificarse por la verdad aunque fuese con afrenta; para seguir con las discusiones acerca del lugar en que debía ser enterrado Iliusha, y con las palabras del padre, quien les cuenta que Iliusha le pidió que cuando lo hubiera cubierto la tierra desmigajara un pedazo de pan para que bajaran los gorriones y que él los oiría y se alegraría sintiéndose acompañado, y más tarde él mismo, ya enterrado Iliusha, parte y esparce en pedacitos un pan murmurando: «Venid, volad aquí, pajaritos, volad, gorriones»”. Al final, el hombre se acuesta a dormir solo y, con la cabeza sobre la almohada, empieza a “sollozar y llorar amargamente una vez más”.

Aquí cabe una anécdota de su estancia en ‘La casa de los muertos’, como él mismo llamó a la cárcel en Siberia, en su primera gran novela publicada después de regresar a San Petersburgo. Cuenta David Markson en ‘La soledad del lector’, que “en el campo de trabajo forzado (…), el único libro que le permitieron tener fue el Nuevo Testamento. Aunque una vez en un hospital de la cárcel encontró ‘Los papeles de Pickwick’ y ‘David Copperfield’”. Esto comprueba algo que finalmente define la naturaleza de Dostoievski, no solo es el escritor más auténticamente ruso, también, y esta es la paradoja de su universalidad: es el escritor ruso más europeo. Porque incluso en su particular búsqueda de redención religiosa a través de la palabra, Dostoievski sigue modelos heredados de Friedrich Schiller, autor alemán que leyó y tradujo en su juventud, por eso al final de ‘Los hermanos Karamazov’, los niños cantan una variación de la ‘Oda a la alegría’. Sin embargo, su reinvención del cristianismo en clave rusa, es enteramente herencia de Miguel de Cervantes, un autor ha sido obsesión de los lectores y escritores rusos. Basta recordar que en las épocas de censura y represión, el libro que primero se agotaba en las librerías era El Quijote.

De hecho, en vida, cuando Dostoievski alcanzó el reconocimiento popular por su primera novela ‘Pobres gentes’, ya en algunos círculos de escritores y artistas con ínfulas aristocráticas —entre ellos Turgueniev—, y básicamente por envidia, apodaron al escritor como “El caballero de la triste figura”, aludiendo a su pobreza y constantes preocupaciones. Este encono de cierto sector de la cultura continuaría más adelante, cuando otro aristócrata ruso y exiliado: Nabokov, lo condenó como un escritor mediocre en su ‘Curso sobre literatura rusa’. Para algunos escritores del siglo XX, Dostoievski resulta demasiado esperanzador, o demasiado escabroso para otros. “Sus héroes matan por bondad”, bromeó Borges alguna vez sobre sus novelas. Harold Bloom, por su parte, no pudo evitar incluirlo entre sus ‘Genios’: “podríamos decir que Dostoievski es el genio de la contaminación. Lo leo y me estremezco (…) Podría ser considerado el Shakespeare de los novelistas, en la medida en que sus grandes personajes vibran con esa energía de conciencia que reconocemos como shakespeariana”, afirma el crítico y advierte que “él mismo era un antisemita feroz, como Ezra Pound. Es importante recordar que Dostoievski era un oscurantista que apoyaba la tiranía zarista y la teocracia ortodoxa rusa”.

Pero, en realidad, si queremos ser justos con Dostoievski, solo podríamos compararlo con el más grande novelista, con Cervantes —otro escritor mediocre y cursi, según algunos críticos de todas las épocas—. Para el escritor ruso, El Quijote ya era una representación de Cristo años antes de que Miguel de Unamuno observara que la verdadera religión española era el quijotismo, una suerte de cristianismo generoso y delirante cuyo héroe ha convertido el sufrimiento en una aventura del espíritu. Fue en sus columnas de ‘Diario de un escritor’, donde Dostoievski dejó plasmado para siempre su devoción por esta obra:

“En todo el mundo no hay obra de ficción más sublime y fuerte que ésta. Representa hasta ahora su suprema y más alta expresión del pensamiento humano, la más amarga ironía que pueda formular el hombre, y si se acabase el mundo y alguien le preguntase a los mortales: ‘Veamos, ¿qué habéis sacado en limpio de vuestra vida y qué conclusión definitiva habéis deducido de ella?’, podrían los hombres mostrar el Quijote y decir: ‘Esta es mi conclusión respecto a la vida…, ¿y podríais condenarme por ella?’”.

La pregunta es: 200 años después de su nacimiento, ¿alguien podría condenar hoy a Dostoievski?

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