ESCRITORAS
Otras formas de nombrar el daño, diálogo con la escritora argentina Camila Fabbri
La escritora argentina Camila Fabbri habla de su más reciente libro de no ficción: ‘El día que apagaron la luz’, en el que retrata a múltiples voces la tragedia de Cromañón, un local donde en medio de un concierto fallecieron cientos de jóvenes en 2004.
Cuando todo está hecho para convertirse en desgracia, la literatura solo puede narrar. En su libro más reciente, ‘El día que apagaron la luz’, la autora argentina Camila Fabbri, incluida en la lista Granta, narra la tragedia del boliche bonaerense República de Cromañón. Durante un concierto de la banda Callejeros en diciembre de 2004, después de que un asistente encendiera una bengala que golpeó contra una media sombra, el incendio fue inevitable. 194 personas muertas y 1432 heridas fue el resultado de una de las mayores tragedias ocurridas en ese país en tiempos recientes.
Fabbri, que en su adolescencia fue rollinga (seguidora de una especie de tribu urbana), cuenta sin desprendimiento sobre los gritos y los silencios que vinieron después de las canciones. Narra, desde muchas voces y la suya propia, a esos cientos de jóvenes aunados en un abrazo magnético y en medio de un mar de música donde todos eran iguales. No hay falsa sensiblería en las páginas de Fabbri. Hay, en cambio, preguntas por los años de sueños que se nostalgian, intentos de responder al dolor sostenido dieciocho años después y un gran lugar para la memoria colectiva.
—¿Cómo logró contar en ‘El día que apagaron la luz’ una tragedia como la de Cromañón?
Este es un tema sobre el que durante muchos años quise hacer algo, pero le tenía y le tengo tanto respeto, que era muy difícil abarcar todo ese respeto y también el deseo que tenía de contarlo. Me parecía que escribir una ficción sobre eso jamás iba a estar a la altura de los hechos. Entonces sentí que lo más justo, teniendo yo la herramienta de la escritura, era eso, precisamente. Me empecé a reunir con algunas de las personas que testimonian, varias de las cuales son amigos míos del secundario. Llevé un grabador que me prestaron y jugué a la periodista. Empezamos a tener conversaciones y nos juntamos más de una vez. Desgrabé todo y fue la primera vez que empecé a escribir con las voces de otros; por eso es un libro coral. A la par fui escribiendo los capítulos sobre mi vínculo con los hechos. A veces me preguntan si el libro me ayudó a sanar. No sé si creo tanto en esa idea concreta de la sanación, pero sí me da mucho gusto que eso que fue una catástrofe, y en mi cabeza estuvo durante tanto tiempo como un agujero negro, se transformó en trabajo. Había un entusiasmo por ponerlo en otro lugar.
—¿La ayudó a comprender mejor lo que pasó?
No sé si a comprender, pero sí es curioso que después de muchos años me di cuenta de que mi posición había cambiado mucho en relación con lo que pasó. Siempre dimensioné su gravedad, pero con el paso de los años uno siente que es mucho más grave. Esto cambió mucho la cultura del rock, de la música y de la noche, y no podés creer lo que se hacía en ese momento, que era básicamente prender fuego en un lugar cerrado. Creo que me ayudó a dimensionar… a tridimensionar. Después seguí yendo a algunos recitales; hoy día no es algo que haga porque soy muy claustrofóbica y miedosa. Siempre está esa sensación de: antes ir a ver a una banda era lo mejor del mundo y nada podía salir mal, pero ahora comprendo que sí puede salir muy mal.
—Veo una enorme simbiosis entre la música que le gusta y lo que escribe, que va desde el título, pasando por fragmentos de letras de canciones, hasta la presentación con Fito Páez…
Desde la adolescencia, como rollinga yo ya tenía una relación muy directa con la música. Casi te puedo decir que me siento una música frustrada; me hubiera encantado dedicarme a eso. Siento que la escritura y la música están tan relacionadas, esa conciencia de la rítmica, de los silencios, del tempo tiene que ver mucho con la estructura de un texto: dónde poner la puntuación, dónde va el punto aparte. La noción de la estructura, de la duración de un texto tiene mucho que ver con una canción y en ese sentido Charly García, más allá de ser un músico al que admiro muchísimo, también me produce enorme admiración como persona, por cómo piensa. Es una especie de niño; las respuestas que da cuando lo entrevistan no son las que uno esperaría. Siempre están en el borde, en el margen. En la Fiesta del Libro hablábamos sobre cómo hay una idea de que el escritor o la escritora son personas que necesariamente tienen que saber hablar o decir cosas inteligentes cuando se les pregunta: si sabés escribir, sabés hablar. Y no, no van de la mano. Charly García es un músico que se destaca cuando es entrevistado porque se ríe de cómo está armado el mundo, de los estamentos, de qué hay que decir y qué no.
—¿Y la relación con Fito?
Lo conocí hace unos años ya. Él leyó ‘Los accidentes’ y le gustó mucho. En su momento también me pasó su primer libro, ‘La puta diabla ‘y después me invitó a presentar el tercero, ‘Los días de Kirchner’, junto con Cristian Alarcón. En su momento le hice varias consultas para ‘El día que apagaron la luz’ porque me resultaba muy interesante estar en conversación con un músico como él. Hacía toda la lógica del mundo que él presentara el libro y después tocó esa canción en el piano; fue muy lindo. Mi vínculo con la música va a seguir y en algún momento quiero escribir sobre músicos y músicas.
—Sumado a esto de la música también hay mucho de poesía y hasta algunos aires de filosofía en sus textos. ¿Cómo los conecta?
A priori creo que no es algo consciente. No estoy buscando generar una mixtura entre esos géneros. Me gustan mucho el ensayo y la narrativa, la no ficción y sobre todo la poesía. Ahora mismo estoy leyendo mucho contemporáneo: Beatriz Vignoli, una poeta rosarina, Joaquín Giannuzzi, también argentino, José Watanabe, Laura Wittner, William Carlos Williams, a quien cito en ‘Los accidentes’. Me gusta mucho el pódcast de Ezequiel Zaidenwerg, ‘Orden de traslado’, porque él traduce poesía y ahí descubro muchas voces. Para mí la poesía es como el summum del género; me parece admirable cómo alguien llegó a un nivel de concreción tan absoluto. Es curioso que la poesía sea un género muchas veces subestimado por la industria editorial... en general los poetas tienen menos visibilidad aunque sean, para mí, una especie de gurús, los maestros de la narrativa y de la escritura. Creo que escribir dramaturgia también me ayudó mucho. Mis libros son una mezcla de poesía, teatro y narrativa.
—Esa relación con la dramaturgia y el cine son muy tangibles en la estructura y en el manejo de los diálogos de ‘El día que apagaron la luz’.
La dramaturgia fue mi educación primera, hice una carrera y talleres de teatro, y fue ahí donde empezó esta idea de escribir para otros, para actores y actrices. Tomé clases en la escuela de Julio Chávez, un actor argentino muy bueno, pero yo era muy tímida; siempre en las escenas me decían: “¡hablá más fuerte!” y yo no podía. Aunque después actué, en esas primeras clases siento que yo estaba más pendiente de cómo se veía la escena que de lo que hacía yo con mi propio cuerpo. Me fijaba más en cómo se veían esos textos, qué decía yo en escena, cómo lo decía y por qué. Entonces un día le pregunté a mi profesor si yo podía escribir unas escenas para la clase; me dijo que sí y vi por primera vez, a los diecinueve años, cómo funcionaban mis escenas en las clases. Ahí empecé a escribir teatro y dirigí mi primera obra a los veintiuno. Fue una experiencia increíble. Esa es una de las diferencias con la narrativa, pues en ella uno se encierra a escribir solo. En realidad nunca se escribe solo; escribís sobre lo que te pasa en el día a día, la gente con la que hablás, las cosas que ves, todo eso va al texto, pero el proceso es en solitario, mientras que en el teatro o el cine son todo lo contrario. Si uno puede conjugar todas esas formas de trabajo, se nutren muy bien.
—¿Viene alguna adaptación de lo que ha escrito?
De ‘El día que apagaron la luz’ me propusieron algo en 2020. No del libro en sí, sino crear un guion que partiera de esa historia. Escribí una película que se va a filmar ahora en noviembre en Argentina y la voy a dirigir. No es una adaptación del libro; es algo totalmente nuevo con un porcentaje de ficción y otro tanto documental, con material de archivo de la época. Hay una reflexión que tiene mucho que ver con que todos esos chicos que fuimos a Cromañón a ver a Callejeros hoy día estamos siendo madres, padres u ocupando el rol de cuidar a otros, ya no de ser los niños cuidados, y cómo se resignificará eso para una persona que, siendo adolescente, estuvo en un lugar así.
—Cuando leí ‘Estamos a salvo’ me sentí invadido por una especie de desasosiego fascinante, porque dice las cosas pero al mismo tiempo no la dice.
Puedo hablar de un cuento puntual donde eso pasa más que en otros, “Meteoro”, donde el taxista lleva a una chica y salen a la ruta. Tiene un final que ni siquiera es abierto; solo sugiere que él no le hizo nada a ella, pero entonces aparece la pregunta: ¿qué es hacer algo?, ¿es avanzar sobre el cuerpo de ella?, ¿haberla llevado a las afueras de la ciudad es haberle hecho algo? Y tal vez eso le causó un daño permanente a la chica. Esa es la imagen que trae al final el cuento, que tiene que ver con el ahogo y muchos hombres tirándose arriba de otro, una metáfora de esa sensación de asfixia y de falta de aire, donde al mismo tiempo no termina de pasar algo. Ese término medio incluso puede ser peor que contar que él la abusó. Es encontrar lateralmente otras formas de nombrar el daño.
—¿Qué conoce de la literatura colombiana?
A Andrés Caicedo, que me gusta muchísimo. Ahora estaba leyendo dos libros de Carolina Sanín que también me encanta: ‘Los niños’ y ‘Tu cruz en el cielo desierto’. Amo a la colombo-ecuatoriana Power Paola, a José Ardila, que está en el catálogo Granta; ahí lo conocí, y a Alejandra Algorta con ‘Nuncaseolvida’.
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