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Recordando a Hernán Nicholls, el poeta de la publicidad

Nunca anunció productos que no lo conmovieran. Es que era un convencido de la ética en la publicidad. Tampoco le interesó el dinero, aunque lo tuvo todo y así mismo lo perdió. Bisnieto de un ingeniero británico, llegó a Cali a dar cátedra sobre anuncios, cuando en realidad, lo sabíamos, era un poeta pagando servicio militar en la publicidad.

17 de noviembre de 2013 Por: Catalina Villa I Editora de GACETA

Nunca anunció productos que no lo conmovieran. Es que era un convencido de la ética en la publicidad. Tampoco le interesó el dinero, aunque lo tuvo todo y así mismo lo perdió. Bisnieto de un ingeniero británico, llegó a Cali a dar cátedra sobre anuncios, cuando en realidad, lo sabíamos, era un poeta pagando servicio militar en la publicidad.

En el número 5-23 de la Calle 10, frente al costado izquierdo de la Iglesia de San Francisco, se encuentra un edificio recién remodelado de fachada en mármol amarillo y una celosía en concreto, superpuesta, que enmarca las ventanas. Tan anodino es, tan insípido, que no hay forma de adivinar que allí, en el cuarto piso del que alguna vez se llamó Edificio Holmares, se gestaron las primeras ideas —o al menos las más geniales— de la publicidad en Colombia. No hay rastros. No hay indicios de que allí, tras esos diminutos ventanales, un manizalita con apellido inglés inventaba, a mediados de los años sesenta, un oficio que para entonces aún era una rareza sin nombre, sin manuales de uso, sin cátedra en la universidad. ¿Publicista?, solían preguntarle. ¿Y eso qué es? Pero él, alto y delgado, apuesto y agudo, solo sabía que quería hacer de las palabras un juego que resultara genial. Entonces leía. Leía con furia a Whitman y a Bertrand Russell y a Thoreau. Leía con ímpetu y curiosidad, como lo hacía desde los 18 o 20 años, cuando descubrió a César Vallejo y a Proust y a Paul Éluard. Leía con las mismas ganas que recitaba a Arturo Capdevila, a Germán Pardo García y a León de Greiff. Leía como cuando transcribía en su cuadernito de notas No. 4 —con tinta verde o azul celeste o la que hubiera— los poemas de Machado, los poemas de Rilke. Leía con furia, pienso ahora, porque quería ser como ellos: porque quería devorarse el mundo a punta de versos y de sonetos. Ibas camino de ser poeta, Hernán Nicholls, pero se te atravesó la publicidad.*** En la página web del diario El Mundo de Medellín, en una nota con fecha de marzo de 2006, se habla de los doscientos años de un apellido. Se habla —se escribe— de un míster llamado Edward Nicholls Hughes, un ingeniero inglés que llegó a Colombia en 1825 por cuenta de un contrato con la empresa Colombian Mining Association. Fue el primer hombre con ese apellido, dicen, que habitó el territorio nacional. “Falleció el 18 de octubre de 1891 y fue sepultado en el cementerio de Rionegro”, remata la nota. “De los 13 hijos que tuvo con María Salomé Mejía hay cerca de 3.000 descendientes”.Desde su casa en el norte de Bogotá, en el barrio Polo Club, pasando la autopista, uno de esos 3.000 descendientes hace memoria. Óscar Nicholls Santacoloma no recuerda las fechas exactas, ha olvidado detalles, pero confirma la historia. “Ese era mi bisabuelo, que llegó con la legión británica. Era ingeniero civil y se instaló en Marmato, Caldas, para administrar una mina de oro. Aquí se quedó. Tuvo muchos hijos, no recuerdo cuántos, entre ellos mi abuelo Braulio, y él a su vez tuvo a mi papá, Gustavo”. Hernán Nicholls Santacoloma, a quien luego apodarían ‘el Profeta’, fue el séptimo hijo de Gustavo Nicholls Gregory y Emilia Santacoloma Garrido. “Nosotros vivimos en Anserma primero, en una finca, allí nació Hernán. De niño, era un muchachito común y corriente. Yo no recuerdo nada en particular ni que le gustaran los libros ni leer. Después nos fuimos a vivir a Manizales porque mi papá era contador. Vivíamos a tres cuadras de la Catedral, en un barrio que se llamaba Hoyo Frío. Allí estudiábamos el bachillerato en el Instituto Universitario de Caldas, pero entonces mi papá murió y nos tuvimos que ir para Bogotá, donde vivían mis dos hermanos mayores, Nelson y Jorge. Yo tendría unos 20 años, creo, y Hernán unos 15 tal vez”, cuenta Óscar.Sería entonces en Bogotá, en la década de los años cincuenta, lejos de una Manizales conservadora dueña de una aristocracia de apellidos, donde Hernán adquiriría ese gusto por la poesía, por la bohemia, por la intelectualidad. Y aunque llegó de inmediato a emplearse en Avianca —nunca terminó el bachillerato—, fue en la capital, bajo la influencia de su hermano Nelson, y en ese ambiente cultural que brotaba en las calles de la entonces llamada ‘Atenas Suramericana’, que Nicholls cruzó ese punto de no retorno en donde ya no pudo liberarse de los libros bajo el brazo, de los libros y un café, de los libros hasta el amanecer.Cali, sin embargo, sería la ciudad de sus entrañas. Flaco, chupado, sin el más mínimo asomo de la barba que después lo caracterizaría, Hernán Nicholls llegó a esta ‘capital de la alegría’, como él la bautizó, en 1955, proveniente de Bogotá. Tenía 24 años, miraba al mundo de frente y lo esperaba una feliz coincidencia: la llegada de Medellín del intelectual Gonzalo Arango con quien entablaría una amistad que sería definitiva en su vida. “Nos la pasábamos hablando y tomando cerveza, componiendo poemas, y haciendo escándalos. Boté corriente, poesía y revolución y pendejadas, esa era nuestra vida. Mi seudónimo era Hernani. Me lo pusieron por el personaje de la última obra de Víctor Hugo, que se consideró por los críticos ‘el último romántico’”. Eso le dijo al periodista Felipe Lamus en una entrevista que fue publicada en los años noventa en el libro ‘Protagonistas de la Publicidad en Colombia’. Justamente con ese seudónimo, Hernani, firmaba su columna Ángulo, publicada en el diario Relator, en donde escribía sobre propaganda política, medios, psicología del consumidor, sobre Carlos Lleras Restrepo o el Frente Nacional. No era extraño que un día disertara sobre el gran hermano de George Orwell en ‘1984’, y al otro se lanzara en contra de ese tenebroso organismo del Estado que fuera el F-2. Su primer trabajo formal como publicista en Cali fue en la agencia Corzo, comandada desde Bogotá por Álvaro Orduz León y Boris Sokoloff. Aquí, en la que pronto sería la ciudad de sus entrañas, se los encontró buscando a alguien que los secundara en su idea de expandirse. Y Nicholls, claro, se dejó seducir. Fue allí, confesaría alguna vez, donde se convirtió en aprendiz de brujo. “Todo era muy empírico. Recuerdo que les decía, pero préstenme un libro, o algo que diga lo que tengo que hacer, y ellos me contestaban: No hay nada, invente y escriba”.Pero su paso por Corzo duraría poco. Ya otra agencia había puesto sus ojos en él. Se trataba de Propaganda Época, firma también bogotana que tenía sucursal en Cali, bajo el mando del carismático Jaime Correa López, un clásico relacionista público. A sus oficinas de la Plaza de Cayzedo llegó un tipo irreverente, arriesgado, audaz. Un sujeto que pronto, aun cuando Correa fungía de director, se convirtió en el jefe de la tropa y de la infantería de Época, agencia en la que se formaron publicistas como Chelo Calero, Antonio Azcona y en la que alcanzaría a trabajar Carlos Duque. Quince años menor que Hernán, Eduardo Romero, con quien Nicholls conservaría una amistad hasta el día de su muerte, recuerda con entusiasmo de niño el mito que se fue creando alrededor del que ya para entonces se perfilaba como un genio de la publicidad. “Era el año 66 y Nicholls se acababa de retirar de Propaganda Época porque era tan bueno que los clientes lo animaban a que abriera su propia agencia. Yo, para entonces, acababa de graduarme de bachiller y, luego de haber leído ‘Confessions of an advertising man’, escrito por David Ogilvy, había quedado prendado de la publicidad. Pero, claro, eso no era algo que se estudiara en un salón de clases, así que gracias a mi papá, que trabajaba en Radio Eco, conseguí un puesto en Propaganda Época. Lo que no sabía es que me asignarían la oficina que había pertenecido a Nicholls durante años, y en la que entendería de primera mano en qué consistía ese oficio de anunciar”. Romero, 19 años, con el corazón partido por una novia que lo había dejado para buscar suerte en Canadá, se dedicó entonces a estudiar los portafolios de los clientes que había dejado Nicholls, ordenados de la A a la Z en su archivador. Leía las cartas escritas a los gerentes, memorizaba los eslogans, analizaba los avisos, descubría en cada frase ese fino humor que solo él sabía soltar en la justa medida. *** La época más brillante de Nicholls en la publicidad se inició en 1966 con la apertura de su propia agencia, Nicholls Publicidad, en una oficina del cuarto piso del Edificio Holmares, pleno centro de Cali. Fue allí donde creó su propio eslogan “la agencia de las ideas claras” —inspirado en una frase de Bernardino de Siena—. Y fue allí donde decidió que sería el color púrpura el que lo identificaría; un color que desde la antigüedad estaba reservado para los individuos de alto rango en las jerarquías sociales. Era su forma de reafirmarse como el mejor de un oficio que apenas empezaba a vivir su cuarto de hora. Fueron los años de fumar Lucky Strike, con tinto en la mañana y whisky en la tarde. Fueron los años de armar avisos a punta de cartulina, cartón, pegante y marcadores. Fueron los años de lanzar a Fernell Franco en el mundo de la fotografía de moda. Fueron los años en que no existían las modelos y eran las amigas de las amigas las posaban frente a la cámara. Guillermo Franco, hermano del célebre artista Fernell Franco, quien llegó como mensajero a la agencia en 1966 y pronto fue ascendido al cargo de asistente de fotografía, recuerda esa época como inolvidable. “Nunca había visto a un tipo tan creativo como Hernán. Te estoy hablando del año 67 al 70. Estaba completamente concentrado en su trabajo. Era un apasionado de su oficio, una máquina de fabricar ideas”. A ese final de década convulso y revolucionario pertenecen campañas como la de Guido lo Viste, con la imagen del agente 007; los avisos de Enka de Colombia, empresa textil con sede en Medellín que no tuvo problema en confiar sus productos a una agencia caleña; los de Manuelita, uno de los ingenios más importantes de Colombia, y eslogans tan famosos como “Sidelpa, calidad a toneladas” y, por supuesto, “Carvajal hace las cosas bien”. ***Eduardo Romero, su admirador, sería, cómo imaginarlo, el responsable de vender esa frase, o mejor, la campaña, a Carvajal. “Tras muchas vueltas en la publicidad y haciendo comerciales de cine y televisión, finalmente llegué a tocar la puerta de Nicholls en 1969. Sería la primera de tres veces que trabajaría con tremendo maestro en mi vida”. Romero, efectivamente, presentó la campaña a Juan Manuel Botero, jefe de publicidad de Carvajal, una empresa que quería reflejar el proceso de transformación que venía adelantando, pero cuyo logosímbolo, en forma de banano, no ayudaba para nada. “La campaña era tan buena, el eslogan tan bueno, que de inmediato aceptaron. Fue entonces cuando Hernán se me fue convirtiendo en un héroe. Nicholls, no tengo dudas, fue el Bill Bernbach de la publicidad caleña”. Resulta curioso pensar que hoy, tras un par de años de haber cambiado su eslogan, son pocos quienes tienen presente cuál es la frase que hoy identifica a Carvajal. Sin embargo, nadie olvida aquella frase genial, brillante, esa, la de hacer las cosas bien. *** Con la llegada de los años 70, la influencia del nadaísmo, del hippismo, de la psicoledia y el rock and roll, Nicholls Publicidad se consolidó como referente de la irreverencia en la publicidad. Fue en 1972, ya con bigote y barba, con pantalones bota campana y botines, que Nicholls cambió el nombre de su agencia por Nicholls Concepto y abrió una nueva oficina en el tradicional Barrio Versalles. La bautizó La Morada. Y era de color púrpura. Acaso de qué otro color podía ser. La oficina era una casona inmensa que Nicholls presentó como “un sitio donde acoger nuestros sueños, plantar el amor, convocar la amistad, exultar a Dios. Mansión de humildad, castillo de pobreza, paradero de la vanidad y un pararrayos para las dudas del universo. Una casa, en fin, que sea como un árbol de día y una estrella de noche”.Fue desde esa ‘morada’, que Nicholls empezó a dar cátedra de publicidad. Con sus garabatos esparcidos en hojas, disertaba sobre el compromiso del cliente con su público, sobre la necesidad del publicista de conectarse con su audiencia. “Queremos que el televidente no solo encienda el televisor sino que encienda la imaginación”, decía. “Más que publicistas, debemos convertirnos en comunicadores. Se trata de manipular ya no el lenguaje ni su gramática; ya no la fotografía ni su semántica, sino entender el medio mismo”. Era un seguidor, lo confesaba, de la ola McLuhan. *** Luego de campañas tan importantes como las de Cartón de Colombia y su “protegemos por naturaleza”, “Kokoriko no tiene presa mala”, “Everform, el brasier que sostiene todas las miradas”, pero también de excesos de rumba y de desapego por el dinero, Nicholls entró en una serie de altibajos administrativos y financieros que lo llevaron a la quiebra y lo obligaron a abrir y cerrar agencias con diferentes socios. Fue el caso de Sancho Nicholls, cuya alianza con Álvaro Arango, de Sancho, se realizó en 1976. Allí alcanzaron a trabajar creativos como Alberto Quiroga, Andrés Caicedo, Carlos Mayolo, Luis Fernando Manchola y Salvador García, su último socio. Eran los llamados “Nicholl’s Sons”, o los hijos de Nicholls, como los bautizó Luis Ospina. Eran ellos, además de aprendices, invitados de honor a las rumbas descomunales que hacía en su finca en Potrerito, ‘La Dicha’, cerca de Jamundí. Carlos Duque, discípulo, escribió una vez que “el aspecto más envidiable de la personalidad de Hernán es su capacidad de influir en la juventud. Irreverente, nihilista, ateo y subversivo, poseedor de ese magnetismo y esa magia que identifica al orientador y provocador de jueventudes”.Nada más cierto. Lo confirma Victoria Villa, quien fuera su esposa por más de diez años, y con quien tuvo a sus tres hijas, Claudia, Paola y Andrea. “La oficina siempre estaba llena de jóvenes. Eran estudiantes y artistas y poetas. Siempre lo rodeaban como moscas. Era como una estrella”, dice.Luis Ospina, el director de cine, quien tuvo con Nicholls, Mayolo y Simón Alexandrovich una compañía llamada ‘Cine al ojo’ para producir comerciales, recuerda cuando en 1972 hicieron juntos un corto que se llamó ‘Cali de película’, un documental, gótico y exótico para la época, sobre la Feria de Cali de 1972. Esto, para Ospina, no deja de ser paradójico: a Nicholls nunca le gustó el cine. En 1982, sin embargo, tanto Ospina como Quiroga tendrían una sorpresa para él. Estaba invitado al estreno de la película ‘Pura Sangre’, dirigida por Ospina con guión de Quiroga. Hernán, quien llegó a la sala de La Tertulia atendiendo la invitación, no tuvo más que lanzar un grito cuando vio en el filme que la finca en donde se realizaban las rumbas y posteriormente los asesinatos para extraer la sangre de los muchachos se llamaba ‘La Dicha’. “¡Estos hijupuetas!”, gritó Nicholls mientras soltaba una carcajada gruesa y ronca. Era una broma al maestro. Una broma de los ‘Nicholl’s sons’ en homenaje a ese profeta de la vida. *** Los últimos años de Nicholls no fueron fáciles. Si bien tuvo la oportunidad de devolverle a Cali, la ciudad que amó hasta el cansancio, esa vitalidad con que ella lo recibió a finales de los años 50, sus problemas de salud lo fueron mermando a un punto que le resultaba molesto. Era una mente joven que habitaba un cuerpo cansado. Pero, claro, un cuerpo que ya cobraba los excesos del Lucky Srike, del Old Parr, de los desmanes de la juventud. Sin embargo, tuvo la suficiente energía para emprender campañas cívicas, como aquellas que hizo para Comfandi sobre ética, valores y responsabilidad social, o campañas que exaltaban al Valle del Cauca como ‘El Valle nos toca’. Fue él uno de los primeros a los que se les escuchó hablar de la importancia de mirar al Pacífico. Fue justamente para esa campaña cuando quiso escribir algo que nunca antes había hecho: un himno. Un himno a su querido Valle del Cauca. Un himno que resultó ser una suerte de oda a esta tierra fértil y exhuberante y alegre.No es extraño. Si ibas camino de ser poeta, Hernán Nicholls... y te extraviaste en la publicidad.

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