Cien años del Barrio Obrero
La cuna de la identidad musical y deportiva de Cali

Una mirada a la cuna del América y la salsa en Cali

A Alex Escobar, aquel legendario jugador del América, el técnico Diego Umaña le decía en broma: “vos no parecés del barrio Obrero”. Alex no sabe bailar.

– A mí me gusta la salsa e incluso compré mucha música, pasta americana, y el entorno del barrio era salsa, boleros, tangos, pero no aprendí a bailar. Tal vez eso pasó porque como la ilusión mía fue jugar fútbol, ser jugador profesional, mi gallada me decía: vamos pa’ el ‘aguaelulo’, la fiesta de cuota que uno pagaba en una casa para bailar los domingos, y yo decía no, mañana tengo que madrugar a entrenar. Prioricé mi carrera a lo que me ofrecía el barrio.

Alex es el último gran símbolo del Obrero, barrio que este 20 de junio cumple 100 años. Se fundó mediante el Acuerdo Municipal No 31 del 20 de junio de 1919, y sus primeros habitantes fueron trabajadores del ferrocarril, artesanos, zapateros, obreros. Con la implementación por parte del Concejo de la zona de tolerancia llegaron las prostitutas. Gracias al ferrocarril y a la zona de tolerancia, el Obrero llegó a ser el corazón de Cali.

De sus calles surgieron desde grandes bailarines como Édgar Fajardo, el ‘Cachafaz’, o Carlos Valencia, escritores como Umberto Valverde y Jotamario Arbeláez, uno de los más importantes productores musicales y coleccionistas de salsa del país, Humberto Corredor, jugadores de fútbol como ‘Shinola’ Aragón y Hernán Escobar, el padre de Alex.

Del Obrero también salían los mejores ladrones, y en sus bares y casas de citas se moldeó la identidad musical y el baile de Cali, aunque Alex Escobar insiste que en su caso, no recibió lo más mínimo de aquella herencia como para ponerla en práctica en las pistas de las discotecas.

Gracias a que sus abuelas eran parteras, “y no creían en los hospitales”, Alex nació literalmente en el Obrero. Sucedió el 8 de febrero de 1965, en la Carrera 11 B No. 24 – 02. La casa aún existe. Todavía algunas tías y familiares de Alex Escobar viven allí. Por algo en el barrio les decían “los bastantes”.

– Éramos muchos primos. En esa casa de bahareque y guadua que era inmensa, tenía como 8 habitaciones, vivíamos los Penagos Escobar, los Vargas Escobar, los Escobar Gañán, que éramos nosotros. La casa tenía un canal donde uno se podía bañar cuando llovía. Fue una infancia muy humilde pero con mucho amor.

– Yo estudiaba en la escuela República Argentina. Allí teníamos una canchita y armábamos torneos. Terminábamos de estudiar, y salíamos para la cancha de la 25, que fue la cancha grande donde yo y otros futbolistas se criaron. Volvía a almorzar a las 3 ó 4 de la tarde. Hacía mis tareas y por la noche otra vez a jugar en la cuadra. La fundamentación la aprendimos contra las paredes, los bordes de los andenes, eludiendo postes de energía, parando la pelota de pecho mientras venía un carro. Esa era mi vida en el Obrero, un barrio de mucha música y de mucho fútbol. Un barrio de americanos.

Se dice que en el parque del Obrero comenzó la fundación del América, ‘la pasión de un pueblo’, en 1927. Cuando Alex Escobar debutó en el equipo como profesional a principios de los años 80, el comentarista deportivo Mario Alfonso Escobar lo empezó a nombrar en la radio como “el pibe del barrio Obrero”. No solo porque era menudito, sino también porque, junto a Anthony ‘el pipa’ de Ávila, era el más joven del equipo.

Desde entonces en el barrio no han vuelto a surgir grandes futbolistas. Alex cree que eso se debe a ciertas tradiciones que han cambiado.

– La gente sigue yendo a bailar, siguen las tertulias, las esquinas donde se habla de fútbol, pero ha cambiado la generación. La juventud ya no juega en las calles, sino que hace otras cosas…

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El parque del Obrero huele a basuco y a marihuana. También a pegante. En sus bancas se ven muchachos de ojos perdidos prendiendo con encendedores las ‘patas’ de los cigarrillos, como le dicen a las colillas, pese a que atrás del parque, a ‘espalda’ de la estatua del cantante Piper Pimienta, está el colegio República Argentina.

En el parque hay un CAI de la Policía, pero los agentes no pueden hacer nada. La Corte Constitucional tumbó la prohibición del consumo de drogas y alcohol en el espacio público, así que el parque es también lugar de encuentro de algunos ancianos que consumen alcohol puro. Los llaman “los chirrincheros”.

Junto a ellos se mezclan los venezolanos que han migrado de su país. Desde la Terminal acuden a pie al barrio por el Wifi gratuito en el parque. Algunos venden dulces en los semáforos. Alguien advirtió en voz baja que hay niñas venezolanas que están siendo inducidas a la prostitución. En el parque también hay jubilados y vecinos viendo pasar las horas mientras conversan o toman mazamorra, y a lo lejos, desde algunos estancos sobre la Carrera 10, se escuchan rancheras.

Al transitar por las calles interiores se observan casas convertidas en fábricas de plástico, almacenes de repuestos para carro, de colchones, talleres de motos. Del barrio familiar que algún día fue queda poco. De la rumba permanecen algunas viviendas y locales que podrían ser llamados ‘templos’ que conservan la memoria, defienden lo que queda de la identidad del Obrero: La Matraca, el Chorrito Antillano, La Nelly Teka, el Museo de la Salsa del fotógrafo de orquestas y coleccionista, Carlos Molina.

Hace unos días el escritor Umberto Valverde volvió a estas calles, y se sintió extraño. El Obrero de su infancia, que ha inspirado varios de sus cuentos, concluyó, ya no existe. Ese barrio familiar donde la gente iba a los teatros para ver películas mexicanas, donde se escuchaba a la Sonora Matancera y a Pérez Prado, donde se bailaba y se jugaba fútbol en las canchas de Long Champ, “un peladero”, se convirtió en un sector comercial con calles llenas de huecos. El de ahora, dice Valverde con nostalgia, es un barrio deteriorado en donde se sintió inseguro, sobre todo después del chiste que le hizo uno de sus vecinos “vieja guardia”:

– Valverde, ¿qué estás haciendo en tu barrio sin guardaespaldas?

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La historia me la contó Édgar Fajardo, ‘El cachafaz’, el último bailarín de la vieja guardia de la generación del 40, para una crónica publicada en la revista Gaceta.

Cierta vez, relató, hubo un mano a mano de bailadores de salsa en un sitio conocido como Acapulco, en la zona de tolerancia del barrio Obrero. Era tanta la gente en el grill, decía ‘El Cachafaz’, que a algunos no les quedó otro remedio que mirar desde la puerta o las ventanas mientras él bailaba con Alicia, su mujer.

Según sus cálculos, bailó durante una hora sin detenerse. Fue cuando, por los espejos de Acapulco, vio el ingreso del negro Domingo y Pedro ‘Cayayo’, “unos acrobáticos los verracos”.

Eran, junto con Carlos Valencia, los mejores en hacer tijeretas. También estaban ‘Las papito’, tres bailarinas que permanecían en la zona. Tanto ‘el negro’ Domingo como Pedro ‘Cayayo’ salieron a la pista y ‘El cachafaz’ se vio obligado a hacer lo mismo, así estuviera exhausto. No se podía quedar en su mesa, decía, porque eran tiempos en los que cada bailarín de Cali tenía su hinchada, así que permanecer sentado era algo que no le hubieran perdonado nunca.

Una vez se inició el duelo, Domingo y ‘Cayayo’ apelaron a todo su repertorio: saltos, tijeretas, ruletas. En el momento en que ‘El cachafaz’ sospechó que estaba siendo superado, se arriesgó con su último recurso. Parado en la punta de sus pies, abrió las manos hacia atrás y lentamente se inclinó hasta rozar el piso con su espalda.

Después, de un salto y a pesar de que las piernas le temblaban, se reincorporó mientras la gente se paraba en las mesas a aplaudir y a gritar. Con la anécdota, ‘El Cachafaz’ quería decir que en el Obrero, bailar era un asunto de honor.

– Si uno se dejaba ganar en la pista, le quitaban la mujer.

Sentado en un café del barrio Granada, con una gorra roja que dice ‘Azúcar’, el escritor Umberto Valverde, quien nació en el Obrero en 1947, (vivió en una casa ubicada frente al teatro Rialto) insiste en que el gusto musical de Cali y la manera en que bailan los caleños se cultivó ahí, en los bares y prostíbulos del barrio.

El cine jugó un papel fundamental. Valverde recuerda que el Rialto, donde alguna vez trabajó vendiendo dulces, era el único teatro de Cali sin techo. La pantalla era un muro.

Como eran años en que aún había un alto índice de analfabetismo, los residentes del Obrero preferían las películas mexicanas, que no necesitaban subtítulos. Era, sobre todo, ‘cine de rumberas’, un subgénero de películas policiacas cuyos entornos son cabarets, casas de citas, mucha música, principalmente de La Sonora Matancera.

La forma como bailaban en esas películas, asegura Umberto, fue ejemplo para los bailadores del Obrero. Los puntos de referencia eran las divas del cine mexicano: María Antonieta Pons, Meche Barba, Amalia Aguilar, Ninón Sevilla y Rosa Carmina. O bailarines de Mambo como ‘Resortes’. La radio también fue precursora del gusto musical del Obrero y de Cali. Valverde explica que entre 1935 y 1940, los caleños descubrieron su gusto musical por la programación nocturna de la CMQ, Radio Progreso y Radio Habana, de Cuba, donde sonaban los éxitos del Trío Matamoros, Ignacio Piñeiro, la orquesta Riverside y Beny Moré.

– Y, años atrás, los discos de 78 RPM eran traídos de los Estados Unidos e ingresaban desde Buenaventura a Cali, primero por la vía férrea a la estación del tren del barrio El Hoyo. Después los discos comenzaron a llegar gracias a los marinos que iban a la zona de tolerancia. Cuando el Concejo decide crear esta zona, nacen decenas de bares, todos con nombres sacados de la música cubana. Ahí solo se escuchaba música cubana, y la gente caleña, popular, y algunos burgueses, iban a bailar. Fue cuando nació el baile caleño: copiado y adaptado del cine mexicano.

Valverde bailaba en un sitio al que había que entrar con revólver: Cangrejo. En el segundo piso había un prostíbulo.

Los domingos se le podía ver en las fiestas de cuota. Algún vecino ponía a disposición su casa, se pagaba una cuota, y se bailaba desde temprano hasta las 8:00 de la noche. Todavía era una época en que los hijos o obedecían los horarios que se imponían en la casa, o se atenían a las consecuencias.

Como Valverde era vecino de Faustino Abadía, un central del América que dirigía Adolfo Pedernera, se iba con él a los entrenamientos del equipo. En ese América que quedó subcampeón en 1969 también jugaba Juan Vairo, un argentino que fue mito de River Plate.

– Yo le cargaba el maletín a Vairo. Me tenía tanta confianza, que mientras él entrenaba me dejaba una medalla de oro que le había dado River – dice Umberto, que también era vecino de otra gloria del América de los años 30 y 40: Dimas Gómez.

– Ese fue el panorama de toda esa época. Cali era el Obrero. No íbamos a ninguna otra parte. Mi ciudad no era otra que el barrio. Si acaso iba al centro, al pasaje Zamoraco, porque mi mamá era costurera y yo le llevaba el almuerzo. Hasta la Plaza de Cayzedo conocía. De allí para allá no. Y lo que soy, americano, salsero, escritor, se lo debo al Obrero. Soy un privilegiado. Gracias al barrio que me dio el don de la música, llegué a ser el biógrafo, desde la perspectiva caleña, de Celia Cruz, la cantante más importante en la historia de la música latinoamericana. Eso no me lo regaló nadie. Se lo debo al Obrero.

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Claudia Patricia Saenz también dice que lo que ella es hoy – líder comunitaria, presidenta de la Junta de Acción Comunal del Obrero – se lo debe al barrio. Fue en estas calles, anota Claudia, donde se consolidó el sindicalismo en Cali.

En el barrio vivieron Ignacio Torres y Julio Rincón, dos de los más importantes dirigentes sindicales del país, quienes programaban paseos de olla para instruir a los trabajadores sobre sus derechos. La casa de la infancia de Claudia en el Obrero, de hecho, fue la sede de la Federación de Trabajadores, que después se transformó en CUT: Central Unitaria de Trabajadores.

– Desde esa época nació en mí la vocación de trabajar por la gente.

Claudia, desde hace tres años, viene trabajando junto con otros vecinos e integrantes de la JAC para celebrar el centenario del Obrero. Más allá de fiestas y conmemoraciones, lo que se pretende es recuperar el barrio del deterioro.

Cada secretaría de la Alcaldía está comprometida con un proyecto. Infraestructura, por ejemplo, deberá tapar los huecos, Tránsito demarcar las calles, Dagma y otras entidades recuperar el parque, con la Secretaría de Cultura se pintarán murales. El objetivo es conservar la memoria y la identidad del viejo corazón de Cali, cuyos 100 años, se espera, garanticen que esos anuncios no sean solo promesa.

People Swing, la banda musical del Obrero

Milan llega tarde al ensayo de la banda escuela, tiene cinco años, a pesar del afán tiene su pelo engominado, guayabera blanca, zapatos negros embetunados, seguro está recién bañado. Si no fuera porque es jueves, son las 7:30 de la noche y estamos en el centro de integración Social del barrio Obrero, diría que va para misa de domingo. “¿Cómo está mi muchacho?”, le pregunta Marisol, apapacho rico y coja las baquetas. Milan corre con esa risita para el ensayo.

Danis está azarada, se bajó de un taxi y llega acelerada. Al fondo un piano, un trombón y un bongó ensamblan una canción sin cantante pero a la que cualquier caleño le pone la letra. “Tierra de lindas y hermosas mujeres -sigan cantándola-”. Marisol la saluda rapidito, ambas entran a un salón de escuela repleto de instrumentos musicales y carátulas de discos de Piper Pimienta.

Danis es una pelada de 15 años, alta, flaquita, elegante, con la piel nítidamente cobriza, ojos negros y crespos perfectos; saluda a los músicos alzando el mentón. Se para frente al micrófono y comienza a corear y a bailar con ese paso ‘vacansito’ de las peladas en verbena: “Las caleñas son como las flores, que vestidas van de mil colores”.

En la cocina de esta escuela Darlenis y Zuley preparan la comida. Parecen esas tías alcahuetas de risa picara y manos rechonchas. “’¿Ustedes se quedan a comer?”, preguntan. Como decirle no a un arroz con pollo y habichuela recién hecho. “Ellas nunca entregan sus amores, Si no están correspondidas”, sigue la canción.

Marisol se pone un gorro de enfermero y les ayuda a servir.

Una cuna de músicos

Un día los tíos le dijeron a Marisol: “Mari, usted tiene el don del canto y queremos que haga los homenajes a su tío Piper Pimienta”, y allí empezó todo.

Pero la Fundación People Swing es muchos más que eso. Para la profesora de primaria Marisol Castro Molina y el subdirector de la banda departamental, Juan Roberto Vargas, la música es una excusa para formar personas.

La fórmula tiene tres pasos: los más pequeños ingresan a la Banda Escuela aprendiendo la gramática de la música; después pasan al grupo folclórico y por último a la orquesta, un proceso que ya lleva 7 años como iniciativa social y tres como fundación.

“Con People Swing Candela, hacíamos homenajes a mi tío Piper Pimienta, pero llegó un momento en que quisimos hacer más que tributos y notamos que en el barrio había escasez de músicos pese a la cultura tan arraigada de la salsa. Ahora se puede decir que somos la cuna de músicos del barrio. Formamos formadores y si es con gente del Obrero sabemos que todo va a funcionar”, cuenta Marisol.

Dice que Omar Roberto Vargas, subdirector de la Banda Departamental, es el padre y director musical del proceso. Hoy 38 pelados hacen parte del proyecto y ellos a su vez nutren la orquesta, tienen entre los 5 y 23 años; Milan y Danis hacen parte de ellos.

“El Obrero es un barrio que conserva la cultura musical de la salsa antillana y cubana en Cali pero también es un sector donde abunda el robo, las drogas y la prostitución y los niños también ven eso. Por eso nos da alegría darles a ellos la posibilidad de elegir el camino del arte y la música”, comenta Marisol.

Esta docente de primaria conoce los riesgos, las ventajas y las desventajas del barrio y sus calles; lo ha vivido, sabe que a veces solo basta con sembrar la semilla musical para cosechar una oportunidad.

“Nosotros participamos en las actividades musicales del barrio, trabajamos de la mano con la Junta de Acción Comunal que nos ayuda mucho y nos presentamos con la orquesta, la banda escuela, los semilleros. Estamos desde las celebraciones del ‘Día de la madre’ hasta los encuentros de melómanos”.

Marisol agrega: “Más que un homenaje a mi tío Piper, lo que buscamos es dejar un legado y un proyecto de vida que dé oportunidades”.

Cuando suena la banda escuela o la orquesta se siente el son, el guaguancó, el arranque en temas salseros como ‘La loma de la cruz’, ‘Buscándote’, ‘Sombra de un pasado’, ‘La Guagua’, ‘Vuelve el verano’, ‘A la memoria del muerto’, ‘Sucesos’.

“Caminando van por las aceras, Contoneando llevan su cintura…”.

Un mejor reflejo del Obrero

Tirantas en sus pantalones, pelo y barba blanca, camisa roja, figura bonachona, voz de abuelo, los niños se sientan a su alrededor. Se trata del profesor Omar Roberto Vargas, nervio musical de este proceso.

Dice que este año hay mucha integración de niños migrantes venezolanos en el semillero, “casi la mitad, eso tiene una ventaja y es que en Venezuela la formación musical tiene más desarrollo que aquí, se les nota en el ritmo, la gramática”.

Para el profesor Omar, los niños del semillero son un reflejo mejorado de los que es el barrio Obrero.

“También estamos trabajando la alimentación de estos muchachos –aquí es donde entra el comedor comunitario donde apoyan Darleni y Estela-“, explica el músico, quien agrega que al inicio del proceso de formación se le tomó la talla a los niños y todos muestran un progreso en su peso.

Y concluye: “Con la Fundación queremos recuperar la memoria musical del barrio Obrero y esa es la salsa. Estos niños son mi otra familia, mis otros hijos, ellos con todas sus limitaciones me traen dulces y bombones y yo sé que le estamos quitando a estos muchachos el miedo de la calle y la mirada desconfiada”.

Al fondo… Las caleñas son como gardenias, las sencillas son como las rosas…”.

Una rumba que dura cien años

De barrio Obrero a la 15 un paso es
Cantando bajito yo me iba a pie
Caminando, poco a poco, yo me zumbaba a pie
Y qué bueno y qué rico es
Del barrio obrero a la 15 un paso es

Cuando ‘Chamaco’ Rivera cantó junto a la orquesta de Willie Rosario este éxito en 1970 no hacía referencia al barrio caleño donde nació el futbolista Alex Escobar, ni mucho menos de la Carrera poblada de almacenes de repuestos por la que surcan los buses del MÍO. Versaba de la barriada donde más viven dominicanos en San Juan, Puerto Rico, y de la parada de transporte de esa capital.

Sin embargo, esos referentes no son pretexto para que en las cuadras del centro de Cali la gente deje de creer suya esa melodía o que los cuerpos no se encuentren en la pista para bailarla. Menos aún cuando es lunes y, siendo apenas las cuatro de la tarde, las mujeres lucen vestidos de telas vaporosas y tacones, mientras los señores visten pantalones de terlenka, camisas de dacrón y zapatos de cuero blanco.

Los lunes en el Obrero son ‘lunes de zapatero’. Son los días en los que, desde tiempos de antaño, se popularizó que descansaban los zapateros de la ciudad y, entonces, no había otro lugar dónde encontrarlos sino era en los grilles bailando. Como la rumba era buena, de esa excusa se pegaron jubilados, taxistas, abogados y doctores para abarrotar las tabernas. Una tradición que se volvió vicio en el barrio.

Ese rito se repite desde hace nueve años en la Carrera Novena con Calle Veintitrés. En esa esquina está El Chorrito Antillano, un bailadero donde a las tres de la tarde los parlantes empiezan a vibrar con las voces de Ismael Miranda, Celia Cruz, Daniel Santos, Johnny Pacheco. Allí, si bien la mayoría de las mesas empiezan la jornada reservadas, no hay compliques para entrar y pedir una cerveza en la barra.

Miguel Ángel Giraldo, quien hace cuarenta y ocho años inició en el mundo de los grilles con El Chorrito Musical, cuenta que los que van a su negocio es porque “saben pegarle al piso”, porque son los pensionados y bailarines de vieja guardia los que más llegan a mostrar sus dotes en la pista. La rumba los llama. Tanto, que muchos de ellos le hacen la previa al danzón desde la una o dos de la tarde en la cuadra del frente sentados en butacas, tomando cerveza y comiendo fritanga o salchipapas. Es el ‘combo del ayer’.

Uno de los clientes del sitio es Fabio Bonilla, un jubilado que cada ocho días desde hace ocho años brilla las baldosas cafés de la pista del Chorrito. Sentado en uno de los sillones rojos, en medio de un mar de retratos de artistas que adornan todas las paredes del bar, explica que en esa esquina del barrio la rumba es buena por la música de antaño, una melodía escasa que solo ponen en esa casona de fachada pintada como si fuera la bandera de Puerto Rico. En esa esquina, como la rumba es de tiro largo, de vez en cuando también se cuela uno que otro bolero, un pasodoble, un tango o un merengue.

En El Chorrito es difícil quedarse sentado, dice el bailador de vieja guardia Harold Zapata. “Aquí el que viene es porque le gusta el golpe de verdad, la música antillana, es para el bailador bailador. Aquí está la esencia del baile caleño, nada es estereotipado sino que solo hay inspiración; entonces, si suena el piano, la gente toca el piano con los pies. Acá no se copian los pasos de los demás”, cuenta este bailador al que le llaman ‘Pincel’, pues por el agite de sus pies parece que diera pinceladas mientras suena la pachanga.

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Si bien Cali es, desde siempre, una ciudad que transpira rumba, cuesta creer que haya sitios donde se puede almorzar bailando.

Sobre la Carrera 10 con Calle 22, en un caserón pintado de rojo América, a principios de los 2000 Nelly Parra vendía café, huevos revueltos y pan a los rumberos que salían de los bailaderos de Juanchito directo a su panadería en busca de matar el guayabo o seguir la fiesta. Porque si algo no faltaba en ese pequeño local eran las voces de la Sonora Matancera, Pepito Arvelo, Tito Gómez, Pedro Vargas.

Cuenta Nelly, una mujer oriunda de Pitalito, Huila, que entonces el espacio era tan pequeño que la gente bailaba en el andén. Pero es que eso no importa, en el Obrero el baile es un estado de ánimo. De un momento a otro los clientes empezaron a pedir más cerveza que tinto y, aunque a Nelly no le sonaba mucho meterse en un negocio de rumba, no le quedó más remedio que ampliar el local juntándolo con la casa que estaba al lado.

El nombre no podía ser otro: Nellyteka, una fusión de su nombre con la nueva esencia del sitio, la música de viejoteca. Y aunque hubo una época en la que abría todos los días a las seis de la mañana y cerraba a las tres de la madrugada del día siguiente, hoy el horario se limita hasta la una de la mañana. Eso sí, el día más bravo para ir a bailar y escuchar música sigue siendo el lunes.

A esa esquina llegan, desde que se abren las puertas a la una de la tarde, hombres y mujeres portando el carné de la Alcaldía o de una compañía de seguridad; otros arriban con maletines que dejan detrás de la barra para acomodarse en una mesa a tomar cerveza o aguardiente. De la barra suelen salir tandas de crispetas para pasar el trago.

Allí quien pone la música es Simón García, más conocido como ‘Vaso de Leche’, un discómano que trabaja desde el 66 en bares de la ciudad. En un pequeño cuarto y rodeado de más de cinco mil elepés, durante las tardes y noches programa guaracha, boleros, chachachá, foxtrot, son, porro.

“Antes sonaba más música cubana, pero ahora hay que ponerle a la gente de todo. La gente del barrio casi no viene ni rumbea, son los clientes de otras partes de Cali y los extranjeros los que mantienen viva la fiesta en el Obrero”, comenta ‘Vaso de Leche’ con nostalgia.

La rumba en ese barrio es distinta a la de todo Cali, comenta Dedier Londoño, un administrador de empresas y cantante que visita cada lunes la barra de la Nellyteka. “A los bailaderos del Obrero la gente no viene a conquistar o emborracharse, sino a lo que es: escuchar buena música y bailar con los que saben”, afirma.

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Basta caminar por la Calle 22A para encontrarse que, entre las carreras diez y once, hay dos templos vecinos: la parroquia Jesús Obrero y La Matraca.

Este último convoca desde hace cincuenta y cinco años a los creyentes y a los que no creen en nada. Allí la religión gira en torno a más de quince mil elepés y discos compactos que detienen en el tiempo a la ciudad con el delirio que producen las voces de Rufino, Goyeneche, Corsini, Juárez y el más grande de todos: Gardel, cuyo retrato sobresale en blanco y negro en las paredes.

El preservador de ese milagro es Jaime Parra, un manizalita que heredó el lugar luego que falleciera su hermano Clímaco. Fue precisamente Clímaco quien transformó el que originalmente era un granero en una taberna. Una que cambió los domingos sosos por la rumba de barrio.

Comenta Jaime que hay noches de diez clientes como otras en las que acuden más de ciento cincuenta personas a bailar.

Dentro de esa casa de colores que evoca la calle Caminito, en Buenos Aires, la dueña de la música es Leyda Santa, la pareja de Jaime, quien tras la barra de este lugar atiborrado de cuadros y retratos de artistas se encarga de variar canciones de antaño con ranchera argentina. Sigue un tango. Luego, una milonga, un vals o un bolero. De vez en cuando, un son o algo caribeño.

Leyda aclara que el sitio no es una viejoteca. Dice que su arraigo cultural es la música argentina, la música para escuchar. “Esto es para melómanos”, señala la discómana, mientras revisa en una repisa cuál de los discos de pasta que están dentro de sus empaques con bordes recubiertos con cintas verdes, azules y amarillas, va a ser el siguiente en sonar.

El color está en todas partes: en las paredes naranjas y verdes, en las luces navideñas y los faroles de los muros, en las guirnaldas mexicanas que cuelgan entre las vigas, en los bandoneones de serpentina que desean feliz cumpleaños a una de las tres mujeres de la mesa siete. Porque sin importar si son diez o ciento cincuenta los que bailan, en el Obrero la rumba no para.