Óscar Murillo
Porque no es ni de lejos la más imponente de la capital de España, a pesar de que su interior guarde una magnífica copia de La última comunión de San José de Calasanz pintada por Goya.
La semana pasada fue la semana del arte en Madrid, protagonizada por nada menos que seis ferias de arte, entre ellas la más importante de todas: Arco. Y en la que no faltaron las visitas guiadas organizadas para coleccionistas, críticos de arte coleccionistas de las principales exposiciones abiertas en museos y centros de arte de la ciudad, así como en sus muchas galerías.
Una oferta desmesurada, prácticamente inabarcable, capaz de producir vértigo o empacho o ambas cosas a la vez. Pero algo conseguí distinguir en la vorágine, como fue el caso de la intervención del artista de La Paila Óscar Murillo en la iglesia de San Antón de Madrid. Murillo -que vive en Londres y opera desde allí- se ha destacado en la escena artística internacional por sus pinturas e instalaciones de factura bronca o expresionista, que pretenden incomodar al espectador habitual en dicha escena con sus crudas referencias a las penurias de los inmigrantes del Tercer Mundo en el Primero y con sus evocaciones del mundo al que pertenecieron tanto sus padres como su infancia: los ingenios azucareros del Valle del Cauca.
Por lo que di por supuesto que su intervención en la iglesia de San Antón iba a ser un vibrante desafío a la autocomplacencia que campa en esa feria de vanidades que es la semana del arte en Madrid. Me equivoqué. Lo único positivo que consiguió con ella fue que la tarde de la inauguración de la misma un puñado de exquisitos visitase una iglesia que de otro modo jamás habrían visitado. Porque no es ni de lejos la más imponente de la capital de España, a pesar de que su interior guarde una magnífica copia de La última comunión de San José de Calasanz pintada por Goya.
Supongo que Murillo pretendía algo más que eso: llamar la atención sobre la indigencia que crece a diario en Europa y celebrar o enaltecer la misión solidaria que cumple actualmente la iglesia de San Antón. Que es la de ofrecer las 24 horas del día reposo y comida a esos indigentes. Pero no lo consiguió. Ni sus dos ‘estudios pictóricos’ encaramados en sendas sillas de plástico blanco ni las telas pintadas con las que cubrió las mesas en las que comen los menesterosos, lograron conmover, denunciar o concienciar.
El conjunto era realmente inocuo y de una trivialidad insultante para quienes buscan refugio y consuelo en esta iglesia y que habitualmente son recibidos por la dignidad de su arquitectura y por un gran cuadro de Goya.
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