El monstruo de los mangones
Si hay alguien que se puede, o se pudo, reír de una ciudad y de sus aparatos de investigación y Justicia, ni nombre tiene en los anales delincuenciales ni en la memoria colectiva puesto que nunca fue...
Si hay alguien que se puede, o se pudo, reír de una ciudad y de sus aparatos de investigación y Justicia, ni nombre tiene en los anales delincuenciales ni en la memoria colectiva puesto que nunca fue descubierto. Simplemente quedó nominado como el ‘monstruo de los mangones’, leyenda urbana soportada en una realidad asaz macabra. Podemos reclamar los caleños el lujo dudoso de haber producido al autor del crimen perfecto en serie, un sicópata que dejó treinta cadáveres de niños desparramados por los mangones, esas zonas sin construir entre los edificios de la ciudad. Sucedió entre los años 63 y 74, lapso en el cual El País y Occidente se teñían con los relatos espeluznantes de cada asesinato que se iba descubriendo, de niños entre los 8 y los 13 años, especialmente de gamines o niños de la calle que entonces proliferaban.
Por la época yo comenzaba a martillar la poesía y andaba con el ánimo vindicativo heredado del Llanero Solitario, mi héroe por entonces. Estrenaba mis twentys y leía espeluznado los relatos periodísticos donde aparecía un niño en un mangón con los pantalones bajados, violado salvajemente y con una aguja clavada en el corazón, según me explicaron después, para hacer que el esfínter de la víctima en el momento del clímax tuviera contracciones que satisficieran más al pedófilo. Incluso circuló la versión de que las agujas eran de oro. Coleccioné todas las noticias a partir de que el periodista de El País, Alfonso Recio Delgado, bautizara al depredador como ‘El monstruo de los mangones’. Mi amigo el poeta Jaime Jaramillo Escobar quería bautizar su libro de cuentos con ese nombre, pero el profeta Gonzalo Arango lo disuadió. Sería como desacreditar el descrédito.
En vista de que las autoridades de policía no lograban una sola pista a pesar de lo reiterado del caso, hicieron públicas declaraciones de que los cadáveres de los niños inmolados eran desenterrados de los cementerios o robados de la morgue para arrojarlos en esos potreros y así desacreditar al gobierno. Especie que se caía de su peso.
Otra de las leyendas -igual de cruel- que circularon, le adjudicaba la responsabilidad de la masacre infantil al pobre multimillonario de don Alonso Aristizábal, propietario del legendario Hotel Aristi, por entonces orgullo de la ciudad, quien a causa de una presunta leucemia que le hacía ver demacrado y cadavérico, habría contratado una brigada de verdugos que asesinaran y exprimieran de su sangre a los niños para él aplicársela en transfusiones e incluso bebiéndola, convirtiéndolo en un moderno vampiro urbano. Esta especie, evidentemente monstruosa en sí, además de injusta y disparatada, fue difundida por los monstruos del celuloide de Caliwood, comandados por Luis Opina con su película ‘Pura sangre’. Pandilla conformada por Carlos Mayolo, Andrés Caicedo, mi primo Ramiro Arbeláez, Hernando Guerrero, y más tardecito por Sandro Romero. Era en la época en que había que desacreditar el orden establecido, ya que no podíamos derrocarlo. Y pisar el callo al más rico era estrategia que ni pintada. El itinerario de crímenes, como dije, se prolongó por once años, a partir del 63, año en que don Adolfo murió. Pero la infame leyenda subsiste. No es que haya tomado la tarea de redimir, haciendo caer en la cuenta del absurdo, el descrédito a un millonario antioqueño. Que por otra parte es venerado como un santo por alguna feligresía caleña, pues se asegura que hace milagros a quienes le oran en el cementerio.
Se dijo del depravado que era un vampiro, que en el tiempo de la violación le chupaba la sangre por la yugular al infante, que era un monstruo de tres cabezas, que era un club de ricachones pacientes de parafilias, que se turnaban en los trances macabros.
No hemos sido pobres en monstruos, surgieron después ‘el Monstruo de los Andes’ y otros, a quienes se pretendió adjudicar las vilezas del asesino perfecto. Pero las características eran muy diferentes, porque esta vez las violadas eran jovencitas, cosa que no compaginaba. Seguiré investigando.