Columnistas
La ciudad digna
Lo que ha faltado no es dinero, sino un consenso sobre la ciudad que queremos ser.
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La belleza urbana no es un capricho ni un lujo prescindible; es el reflejo del respeto que una sociedad se profesa a sí misma. La armonía en el espacio público, la conservación del patrimonio y el orden urbano no solo embellecen, sino que fortalecen el tejido social. En ciudades donde el crecimiento ha sido desordenado, recuperar la estética es también restaurar la identidad y el sentido de pertenencia.
El deterioro no es solo físico, sino también una erosión de la identidad colectiva. Parques descuidados, patrimonio abandonado, publicidad invasiva y la caótica movilidad no son simples fallos administrativos, sino síntomas de una ciudad que pierde el rumbo. Cuando un entorno deja de ser acogedor, sus habitantes lo recorren con prisa, lo miran con indiferencia, lo evitan. Y una ciudad que no se habita, se desvanece.
¿Qué nos pasó? ¿Cómo una ciudad que en la segunda mitad del siglo XX dejó una huella de progreso urbano pudo perderla en menos de una generación? Si alguna vez se entendió que el urbanismo reflejaba una visión de futuro, ¿por qué se abandonó esa convicción? Lo que siguió fue un crecimiento improvisado, guiado más por la urgencia que por la planificación.
No es solo cuestión de recursos: hay ciudades con menos presupuesto y más orden, con menos riqueza y mayor sentido de comunidad. Lo que ha faltado no es dinero, sino un consenso sobre la ciudad que queremos ser. Y conviene aclararlo: aspirar a un entorno digno no es sinónimo de desprecio por los más vulnerables, ni menos una excusa para desmontar políticas sociales.
Así como el deterioro se contagia, también lo hace la recuperación. Ciudades que han logrado revertir su degradación han combinado regulación, restauración y apropiación ciudadana. Sin mirar hacia los grandes referentes mundiales, Lima revitalizó su centro histórico con restricción vehicular, regulación publicitaria e incentivos para la restauración de fachadas, mientras Ciudad de Guatemala ordenó el comercio informal y recuperó su espacio público. Cali puede hacerlo.
Calles bien diseñadas, con aceras generosas y mobiliario en buen estado, generan sentido de pertenencia. No se trata solo de embellecer, sino de recuperar la confianza: una calle ordenada y bien iluminada es también una calle más segura. Sin embargo, cada vez que se habla de recuperar el espacio público surge el temor al desbordamiento del comercio informal y al desorden incontrolable. Pero entonces, ¿para qué está la autoridad? Su papel es garantizar el equilibrio entre el derecho al trabajo y el orden urbano. La solución no es la resignación ni la permisividad, sino una gestión que convierta el espacio público en un activo de seguridad y desarrollo.
El patrimonio arquitectónico no es un problema, sino una oportunidad. Cali aún conserva vestigios de su esplendor en su centro histórico y zonas aledañas. Su restauración no es solo un acto de memoria, sino una apuesta económica: las ciudades que han sabido integrar estos activos a la vida moderna los han convertido en polos culturales y comerciales que generan empleo y turismo.
Nada de esto funcionará sin una política de mantenimiento constante. Pintar murales, recuperar plazas y limpiar calles deben ser compromisos permanentes, no esfuerzos esporádicos. No es tarea de una sola administración, sino un pacto entre ciudadanos, empresas y gobierno. La ciudad que se adora a sí misma es siempre más segura, habitable y viva.
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