Opinión
Marrakesh, una experiencia sin igual
Desde la creación del Estado de Israel en 1948, muchos de los treinta y seis mil judíos que vivían en Marrakesh emigraron hacia allá
La bienvenida al África me la dio el espléndido aeropuerto de Marrakesh, de arquitectura árabe y marroquí inspirada en diseños de arabescos. Llegué a la ciudad roja protegida por la cordillera del Atlas, luego de haber disfrutado unos días con nuestra nieta en Barcelona, donde termina un semestre de estudios universitarios.
Tenía desde hacía muchos años un interés particular por visitar esta ciudad norteafricana. Llegué a las 10 de la mañana de un día soleado, hacia el final del Ramadán. De inmediato contacté a Mohammad Bouchaab, mi guía, y después de un Marhaba o saludo de acogida, salí a explorar la cautivante Medina de sólidas fortificaciones de barro rojo, para empezar a asimilar los tesoros, sabores y olores que ofrece la vasta cultura de esta hermosa ciudad fundada en 1062 por Ibn Tasfin.
Conocí los riads, antiguas casas de mercaderes, transformadas en hoteles con patio interior embellecido por fuentes y vegetación. En las callecitas de la Medina esquivo motos y bicicletas, burros al trote tirando carretas, y de golpe me encuentro ante la Madrasa Ben Youssef, escuela coránica musulmana fundada en el Siglo XIV. Electrizante arquitectura de estilo andaluz donde la geometría se une a la estética de los materiales para terminar en armonía, luminosidad y belleza.
Con Mohammad fuimos al souk o mercado de artesanos agrupados por especialidad. Allí activaron mis sentidos la variedad de productos agrícolas, conservas, especias, frutos secos, textiles, chilabas, babuchas, muebles incrustados de nácar y el famoso aceite de argán que mantiene la piel tersa por sus ácidos grasos y vitamina E. En la Plaza Jemaa el Fna la magia se desborda y aparecen bailarinas de vientre, acróbatas, culebreros, dentistas que exhiben los dientes extraídos, narradores de historias. Y los infaltables aromas de las cocinas locales.
Los días siguientes visité el Palacio Badi del Siglo XVI, símbolo de poder por su majestuosa arquitectura con decoraciones de oro, turquesas, ónices, mosaicos y jardines de palmas y naranjos. Desde sus terrazas aprecié los nidos de cigüeñas que se asientan en los tejados. Difícil describir la suntuosidad del Palacio Bahía, sus patios repletos de flores, sus salones y habitaciones del más puro arte marroquí.
El barrio judío es paso obligado, con sus talleres y sinagogas. Desde la creación del Estado de Israel en 1948, muchos de los treinta y seis mil judíos que vivían en Marrakesh emigraron hacia allá. En el cementerio caminé entre cientos de tumbas y mausoleos de personas comunes, rabinos y personalidades, señal de la importancia de esta comunidad en la Medina.
Conocí el palacio del pachá Thami El Glaoui, quien gobernó de 1912 a 1956. Mansión convertida en museo por el actual rey Mohammad VI, donde resaltan dos colecciones: una de arte islámico y otra de la arqueóloga Patti Cadby Birch, con miles de objetos de las civilizaciones maya, cretense y china, que van desde 5000 a.C hasta hoy.
Apasionada de la fotografía, estuve en La Maison de la Photographie deleitándome con imágenes de la Medina donadas por visitantes y fotógrafos reconocidos. Necesario pasearse por los jardines diseñados por el artista francés Jacques Majorelle. Un paraíso tropical rodeado de edificaciones azul cobalto con arboledas exóticas. En este oasis encontré el Museo Bereber con más de 600 artículos recogidos desde el desierto del Sahara hasta las montañas de Rif. Llegué después al museo del diseñador Yves Saint Laurent; su construcción en terracota, hormigón y piedra integra la edificación al entorno. Su colección contiene cinco mil trajes y quince mil accesorios de alta costura.
Para despedirme de este formidable viaje me sumergí en la plaza Jemaa el Fna; allí seguí degustando la cocina tradicional con el chef Khadi. Empecé con un jugo de naranjas recién exprimidas, dátiles, maní recubierto con ajonjolí y aceitunas rellenas de almendras; escogimos hierbas, especias y adobos para preparar un sustancioso tajine de pollo, caracoles con hierbabuena, cuscús de ternera con siete verduras y el imprescindible té de menta acompañado de Chebakia, tiras de masa de almendras, miel y sésamo.
He sentido un afecto particular por Marrakesh, por su cultura tan rica, sus paisajes, su gente. Ciudad llena de contrastes, acogedora, amable. Allí, percibí que el tiempo se detuvo y le di paso al aprendizaje y la imaginación. Una experiencia sin igual.