El viejo y el mar (II)
Escribía de pie y descalzo sobre la piel de un antílope, un kudú del cual quedó memoria en su obra ‘Las verdes colinas de África’
La biblioteca de Ernest Hemingway en la finca Vigía, población de San Francisco de Paula en Cuba, guarda en una de sus paredes la cabeza de un toro, escultura en piedra de su amigo Pablo Picasso, el pintor que fuera padrino de bautismo del cantante Miguel Bosé, nacido en Panamá, hijo de Luis Miguel Dominguín y Lucía Bosé.
Ahí en sus anaqueles, entre muchas obras, la biografía de George Washington y revistas de suscripción: Las Fronteras del Mar, Deporte Ilustrado, Life, Granja, así como publicaciones especializadas en pesca mayor y tratados de ingeniería de la Union Pacific.
También están ahí sus botas de trotamundos, carteles de toros, trofeos de caza -cabezadas disecadas de antílopes- y botellas, muchas botellas en el bar, el mismo que describiera en su obra póstuma de 1986, ‘El jardín del Edén’.
Anclado en tierra, su barco ‘Pilar’. Lo hizo artillar en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, para salir a buscar “submarinos nazis” en la noche. Gregorio Fuentes fue su capitán, oficio que inspiró una película.
Mary Welsh, su última esposa, le hizo construir una torre de cuatro pisos, junto a la casa, con el propósito de alejarlo del ruido y las visitas inoportunas. Hemingway, no obstante, jamás escribió ahí. Convirtió esta torre en residencia de sus gatos, en bodega de aparejos de pesca.
Escribía de pie y descalzo sobre la piel de un antílope, un kudú del cual quedó memoria en su obra ‘Las verdes colinas de África’ (1935): “Era un kudú macho, enorme y hermoso, esta vez más muerto que una piedra, caído de costado con los cuernos formando grandes espirales oscuras, a cinco metros de donde yo acababa de hacer aquel disparo instantáneo. Lo contemplé, grande de patas largas, de un gris liso y suave con rayas blancas y sus retorcidos cuernos marrones como la madera de nogal. Tenía un dulce y agradable olor como el del tomillo después de la lluvia…”.
Inicialmente poeta, a los 32 años escribió en Alemania ‘Consejo a un Hijo’: “Nunca mates a un judío/ nunca firmes un contrato/ nunca alquiles un asiento…No te alistes en los ejércitos ni te cases con muchas mujeres/ nunca escribas para revistas/ nunca te rasques la urticaria/ no creas en las guerras, consérvate limpio y aseado/ nunca te cases con prostitutas/ nunca pagues a un chantajista/ nunca confíes en un editor o dormirás sobre paja. Todos tus amigos te dejarán/ todos tus amigos morirán/ así que lleva una vida limpia y sana y reúnete con ellos en el cielo…”.
Su afecto por los gatos lo expresó en poesía. Llegó a tener más de cincuenta felinos domésticos. Afirmaba que los gatos tenían una natural predisposición al sonido de la ‘S’ y por ellos los bautizaba con nombres que tuvieran esta letra. Sus gatos más queridos fueron Missouri, Lasco y Ambrossy. Sin embargo, el que robó su corazón fue ‘Christian Crazy’ (Cristiano Loco), al que dedicó este poema en 1946:
“Hubo un gato que se llamaba Cristiano Loco, que no vivió los suficiente para retorcerse; tenía un corazón alegre, joven y bello y conocía todos los secretos de la vida… siempre llegaba a tiempo a desayunar, corría por tus pies…persiguiendo una pelota era más rápido que un Pony de polo, no estaba preocupado un solo instante… su cola era un penacho que corría con él. Era más negro que la noche y más rápido que la luz. Así que los gatos malos lo mataron en otoño” (Finca Vigía, 1946).
Cuando era niño, en su casa de verano de Wallon Lake, a 300 millas de Chicago, leyó por primera vez a Mark Twain, Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling. Alternaba el silencio con períodos de gran locuacidad. Sus primeros escritos aparecieron en las revistas ‘Tabula’ y ‘Trapeze’ de la Escuela Superior de Oak Park, Illinois, su lugar de origen.
Admitido como chofer de ambulancias de la Cruz Roja en la Primera Guerra Mundial, en Italia, en la región de Fossalta di Piave, el 8 de julio de 1918, fue herido por una bala de mortero cuando intentaba rescatar a un soldado italiano.
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