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Óscar López Pulecio

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Mona en el D’Orsay

Rosa Bonheur, desafiante, lesbiana, en un mundo de hombres. En sus pinturas de gran formato los animales son los protagonistas. ‘Arando en el Nivernais’ (1849) es la imagen perfecta del mundo rural.

20 de julio de 2024 Por: Óscar López Pulecio

El Museo D’Orsay, inaugurado en 1986, era la estación de trenes más elegante de París, construida para la exposición universal de 1900. De hierro, pero con su estructura cubierta de piedra, de aspecto palaciego, para no desentonar con el Louvre y las Tullerías que estaban al frente, al otro lado del río.

El gran espacio abovedado de la antigua estación se convirtió en imponente museo. Allá fueron a dar las obras de arte de entre la mitad del Siglo XIX y comienzos del Siglo XX, que ya no cabían en El Louvre, principalmente los impresionistas y postimpresionistas, que habían vivido y pintado en el París de la Bella Época.

Mona, la niña de diez años que puede quedarse ciega, y su abuelo continúan en el D’Orsay la peregrinación por las grandes obras de arte, que la niña va a guardar en su recuerdo antes de entrar a la obscuridad, según lo cuenta Thomas Schlesser en su libro ‘Los Ojos de Mona’. Las obras que van a ver están fechadas después de 1850, cuando el mundo del arte se rebela contra la academia y sus facturas perfectas, sus temas morales y patrióticos, su inocuidad.

Rosa Bonheur, desafiante, lesbiana, en un mundo de hombres. En sus pinturas de gran formato los animales son los protagonistas. ‘Arando en el Nivernais’ (1849) es la imagen perfecta del mundo rural. Los animales iguales a los hombres. James Whistler, norteamericano, es su opuesto, el retratista de la alta sociedad. ‘Retrato de la Madre del Artista’, (1871) la madre anciana, vista de perfil, es quizás el cuadro más famoso del mundo de una madre solitaria. Pero para Whistler es solo Un Arreglo en Gris y Negro N.º 1. O sea, lo suyo es el color sobre el amor filial.

Claude Monet, ‘La Gare Saint-Lazare’ (1877) y Edgar Degas, ‘Ballet’, (1876) prefiguran los impresionistas, aunque no se reconocen como tales. Monet pinta atmósferas, la fugacidad de las cosas. Los trenes de la estación envueltos en vapor, el mundo industrial naciendo de la bruma. Degas toma apuntes en las bambalinas del teatro y pinta en su estudio no a las grandes bailarinas sino a las ratitas de la ópera, el cuerpo de ballet. El baile bello y cruel de la vida,

Paul Cézanne pinta más de 90 veces el ‘Monte Sainte-Victoire’ (1890), cerca a Aix-en-Provence, donde ha nacido. En distintas horas del día, en distintos ángulos. Buscando los efectos de la luz sobre el paisaje que lo acerca al impresionismo, pero también su estructura, que lo convierte en un precursor del cubismo.

Es un postimpresionista, como lo es Vincent van Gogh, que viene de Holanda a descubrir la luz de Arles. ‘La Iglesia de Anvers-sur-Oise’ (1890) parece derretirse bajo el sol. Un edificio de vértigo, que Van Gogh quiso apresar con sus gruesas pinceladas. Era un genio loco.

Gustav Klimt, austriaco, ‘Rosales bajo los árboles’, (1905) es una explosión de color que ocupa todo el cuadro. Klimt trabaja como un joyero, minucioso. Sus mujeres, que sedujo por docenas, surgen en medio de un decorado bizantino, en una Viena que era por entonces el centro de la cultura occidental. Erótico.

Y al otro extremo del erotismo, pero no de la pasión, Camile Claudel, ‘La Edad Madura’ (1902), un bronce que describe como una mujer anciana se lleva a un hombre viejo también mientras una joven suplica. Ella tratando de retener a Rodin, su amante. El despojo del amor que lleva a la locura. Y como ya estamos en el Siglo XX, el recorrido de Mona y su abuelo continuará en el George Pompidou.

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