¿Tumbar a Sebastián?
¿Deberíamos los caleños seguir el ejemplo de los indígenas caucanos que derribaron la estatua de Sebastián de Belalcázar en Popayán?
¿Deberíamos los caleños seguir el ejemplo de los indígenas caucanos que derribaron la estatua de Sebastián de Belalcázar en Popayán?
Más allá del alboroto mediático que generó, ese episodio evidencia el terrible costo que nos dejó el haber sacado la cátedra de Historia del pénsum de la educación colombiana durante 35 años. La misma que todavía hoy no se reactiva, pese a que una ley lo ordenó hace dos años.
La ausencia del filtro de la historia conduce a una ceguera monocromática que nos hace creer que la vida y el mundo son en blanco y negro. Lo cual se agrava con el fuego de una polarización política que hoy lanza llamas por todas partes y por todos los motivos.
Entonces hay quien dice que la comunidad indígena Misak no es más que una partida de violentos que deben ser castigados con todo el peso de la Ley por destruir un bien público sin justificación. Y quien alega que tenían todo el derecho a derribar la estatua porque solo están cobrando una deuda histórica con la dignidad de su pueblo.
Y ni hablar de gente literal a la que solo le preocupa la conservación del ornato, más que las reflexiones que plantea este hecho. Y creo que son muchas.
La tumbada de Sebastián en Popayán no es un hecho aislado. En Estados Unidos y otros países han sido derribadas en las últimas semanas, durante las protestas globales contra el racismo, montones de estatuas, entre ellas varias de Cristóbal Colón y de conquistadores, colonizadores, esclavistas y arrasadores de las culturas raizales que existían en América y África antes de 1492.
La historiadora de arte Erin L. Thompson explica que ese fenómeno no es casual. Estos ataques a estatuas, dice, “son una señal de que lo que está en cuestión no es solo nuestro futuro, sino nuestro pasado como sociedad, como mundo”.
Es decir, no se trata solo de construir un mundo mejor para nuestros hijos, sino también de cuestionar por qué el que heredamos de nuestros padres no es mejor.
Y allí hay una cuestión de fondo para plantearnos con la tumbada del Sebastián de Popayán: que conocer la historia es un deber, pero deconstruirla debería ser un derecho. Sobre todo en estos tiempos sombríos en los que tanta gente se empeña en hacernos creer que su verdad es la verdad revelada.
Revisar la historia que nos enseñaron, no para negar la contundencia de nuestros errores, sino para entendernos a nosotros mismos, debería ser un propósito común.
Porque una de las grandes deudas que tenemos como sociedad es la de reconciliarnos con nuestro pasado. Es allá donde está la explicación de muchos dolores que nos agobian en el presente y nos impiden avanzar hacia el futuro.
Toda esa violencia atávica que lleva a dos policías a masacrar a un ciudadano a golpes y que conduce a una turba organizada a incendiar 72 CAI en una noche; esa mirada perversa que a conveniencia le pone la etiqueta de terrorista a cualquier expresión de protesta contra la injusticia social; esa ira contenida en las pequeñas frases lanzadas como proyectiles por Twitter; esa facilidad para el odio que nos ha empujado a matarnos unos a otros durante más de 60 años, todo eso proviene de allá. No solo de hechos puntuales de la realidad política actual.
Y Popayán también nos deja otra reflexión: que Colombia está llena de ‘monumentos’ que nunca debimos permitir: los elefantes blancos de la corrupción, los pueblos desolados por la guerra, la violencia contra mujeres y niños. Esos también deberíamos derribarlos.
¿Tumbar a Sebastián en Cali? Yo no lo haría. Borrarlo a él no borraría de mí muchas cosas que me legó para bien o para mal. Preferiría enfocarme en exaltar los muchos otros rasgos de esa historia indígena y negra que nunca me contaron. Y que también explican lo que soy.