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Según la investigación, el consumo de alimentos en la calle es del 46,5 % y el 71,9 % de la población encuestada consume alimentos mientras usa alguna pantalla (televisor, computador o celular). Entre un 70 y un 80 % de los hogares reporta que consume embutidos (salchichas, jamón). | Foto: Foto: Especial para El País

SALUD

¿Cómo se alimenta Cali?, el estudio que revela la dieta en los hogares de la ciudad

La ciudad produce menos del 1 % de la comida que consume; 51,3 % de los hogares presenta inseguridad alimentaria; una de cada dos personas tiene sobrepeso, revela estudio de la Alianza Bioversity y el Ciat.

21 de julio de 2021 Por: Santiago Cruz Hoyos | Editor de Crónicas y Reportajes

En Cali cada vez comemos más pescado proveniente del Huila y no de donde suponemos: Buenaventura, el Pacífico colombiano. Ese es uno de los hallazgos más curiosos de una investigación de la Alianza Bioversity International y el Centro Internacional de Agricultura Tropical, Ciat, sobre el sistema alimentario de la ciudad.

— Entre el 30 y el 40 % del pescado que llega a Cali viene de Neiva –dice Sara Rankin, una de las autoras de la investigación, cuyo objetivo es entender cómo come Cali. Determinar de dónde provienen los alimentos, qué sucede en la cadena de distribución hasta llegar a los platos, qué consecuencias tiene eso que comemos en el medio ambiente, en la economía, en la salud.

Una de cada dos personas en la ciudad tiene sobrepeso u obesidad; el 55 % de los niños menores de 1 año sufre de anemia, al igual que el 35 % de las mujeres entre 13 y 49 años.

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Cali es una ciudad que produce menos del 1 % de los alimentos que consume. Eso se explica porque el área rural concentra extensas áreas de caña de azúcar, un cultivo rentable y base de la economía de la región, por un lado, y por otro zonas de conservación donde no se permite el desarrollo agrícola.

Hay, sí, una pequeña producción de hortalizas y cítricos en los alrededores, pero en el 83 % de los casos son cultivos que crecen en terrenos de menos de cinco hectáreas, con otro problema: la alta migración de los jóvenes del campo a la ciudad ha traído como consecuencia que cada vez sean menos los que cultiven la tierra.

— En otras palabras, Cali depende de lo que se produce en otras regiones, y las importaciones. Por eso la ciudad no se puede analizar como una isla, sino como parte de un sistema de dinámicas regionales e internacionales. El reciente paro nacional, con los bloqueos que no permitieron la entrada de los alimentos, y la pandemia del coronavirus, que llevó a un aumento de los precios de los granos importados, evidenciaron la vulnerabilidad de Cali en su seguridad alimentaria –dice Mark Lundy, un estadounidense radicado en Colombia desde hace 20 años, director de Investigación para Entorno Alimentario y Comportamiento del Consumidor de la Alianza Bioversity y el Ciat, y autor principal de la investigación sobre cómo nos alimentamos.
Dependemos tanto de las importaciones para comer, que entre el 80 % y el 95 % de los granos llegan del exterior. Las lentejas y los fríjoles se importan sobre todo de Canadá. La arveja, el maíz o el garbanzo, desde Estados Unidos o México.

La dieta de los caleños es alta en carbohidratos, legumbres y alimentos procesados. Predomina el consumo de arroz, panes, dulces, jugos y es poco usual el consumo de verduras.

Octavio Quintero, el presidente de la Federación Nacional de Comerciantes, Fenalco, en el Valle, explica que esa dependencia se debe a múltiples factores. Para empezar, granos como las lentejas no se producen en Colombia por los pisos térmicos. Es un cultivo que requiere de estaciones, lo que convierte a Estados Unidos, Canadá, algunos países de Europa, e incluso Chile, en grandes productores. Hasta los años 80 y 90, Chile surtió a Colombia de lentejas.

Por otra parte, los niveles de producción de alimentos como la arveja son tan bajos en el país, que se requiere hacer importaciones para satisfacer la demanda. La escasa tecnología para producir grandes volúmenes es otra razón para traer granos del exterior.

Los tratados de libre comercio también influyen. Granos que no pagan aranceles por esos acuerdos hace que sea más barato traerlos que producirlos a nivel local.

— En los Llanos Orientales se están haciendo ensayos para siembra de maíz, sorgo y otros productos, e intentar que el país no sea tan dependiente de las importaciones, pero requiere tiempo –continúa Octavio.

Los tubérculos, las raíces y los plátanos que comemos en Cali llegan sobre todo de Ipiales, Nariño; Belén de Umbría, Risaralda; y Sevilla, Valle. Las verduras provienen de El Cerrito, Sogamoso, Túquerres, Pasto, Bogotá y Palmira, y las frutas de Santa Rosa de Osos, en Antioquia, y Caicedonia y Sevilla.

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Las carnes ingresan desde Candelaria o sitios tan lejanos como Galapa (Atlántico), Ginebra, Pitalito, Cartagena del Chairá, Florencia, (Caquetá), y los pescados, como se mencionó, entre 30 y 40 % provienen del Huila, potencia nacional en el cultivo peces, gracias a la represa de Betania: 7400 hectáreas inundadas para criar tilapia roja.

— La gente en Cali quiere comprar tilapia antes que cualquier pescado de mar porque es más barato. Entonces, si queremos como ciudad asegurar que haya una buena oferta de pescado, tenemos que hacer algún tipo de trabajo y acercamientos con el Huila. Lo mismo ocurre con los otros alimentos. Insistimos en el mensaje de que no se debe analizar a Cali como una isla, sino como un sistema conectado con los otros departamentos y el mundo a través de la comida –dice Mark.

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Una vez llegan los alimentos a la ciudad, se distribuyen a través de la Central de Abastecimiento del Valle, Cavasa, y la Galería Santa Elena. De allí se llevan a las otras cinco plazas de mercado (Alfonso López, Siloé, Alameda, La Floresta, El Porvenir), que a su vez surten 41 mercados móviles, graneros, supermercados, 4281 restaurantes y 15.000 tiendas de barrio, el principal punto de abastecimiento de los caleños para las compras diarias, aunque eso cambiará pronto.

Según la investigación de la Alianza Bioversity International y el Ciat, hasta principios de 2020 se cerraron entre 4000 y 5000 tiendas de barrio en los últimos cuatro años, debido a la entrada de supermercados de descuento como ARA, D1, y Justo & Bueno, ubicados cada vez más cerca de todos y cuyos precios bajos han logrado fidelizar a los compradores.

En ese trayecto desde la finca hasta el plato de los ciudadanos, la comida, sin embargo, se sigue perdiendo o desperdiciando. Son dos conceptos distintos, aunque la consecuencia es la misma.

La pérdida puede suceder en la finca: plagas y enfermedades que arrasan cultivos. O lo que sucede entre la finca y las centrales de distribución: productos que se dañaron porque viajaron en camiones que no garantizan la cadena de frío, o frutas que fueron apiladas unas sobre otras, lo que inevitablemente hace que algunas se aplasten. Todo lo que se pierde por mal manejo es una pérdida de comida.

El desperdicio ocurre en cambio cuando el producto llega al final de la cadena y no se consume, se daña en la nevera o se prepara y nadie se lo come. Y en Cali, una ciudad donde el 51,3 % de los hogares presenta inseguridad alimentaria, es decir que no comen siempre tres veces al día, y tampoco acceden a alimentos de la mejor calidad nutricional, la comida se pierde y se desperdicia por toneladas. Solo en 2018, 319.305 toneladas de alimentos terminaron en el relleno sanitario de Yotoco. El 62 % era frutas y vegetales.

Entre las pocas entidades que intentan evitar que eso suceda está el Banco de Alimentos de la Arquidiócesis. El padre Óscar de la Vega, el director, dice que a diario despacha diez camiones para tratar de salvar comida, “en dos líneas”: primero los supermercados. Los carros del Banco recogen productos muy maduros pero aptos para el consumo humano, con lo que conjuran la tentación de botarlos. También van hasta Cavasa, donde les donan lo que no se vendió. Lo mismo ocurre en fincas cercanas.

Con esos productos se les entregan mercados a 320 fundaciones que a su vez alimentan a unas 80 mil personas. La mitad de quienes que se sospecha, pasan hambre en Cali.

El investigador del Ciat Mark Lundy destaca el trabajo del Banco de Alimentos, pero advierte que el nivel de desperdicio y pérdida es tan gigantesco, que lo que hace el Banco en solitario es como intentar apagar un incendio con un balde con huecos.

— Como ciudad debemos pensar en cómo lograr que la entrada y distribución de alimentos sea más eficiente, invertir en cadenas de frío, mejorar el transporte de la comida porque aún se hace en camiones antiguos. Es lo que se llama la ‘última milla’. Tal vez hoy no se piensa en eso por la abundancia de comida. Pero por efecto del cambio climático será un problema, cuando no tengamos tanto. Además, es una oportunidad de negocio rescatar esos alimentos que se pierden y que no se pueden consumir. Convertirlos en abonos o insumos agrícolas o energía. En la caña de azúcar han hecho un gran trabajo para usar todos los derivados. Allí hay una enseñanza. Pensar en circuitos donde no perdamos —dice Mark.

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Sandra Alfaro es una de las nutricionistas más reconocidas de la ciudad. Durante dos años consecutivos ganó el premio a la ‘Mejor de Latinoamérica en su especialidad’, otorgado por la Organización para la Capacitación y la Investigación Médica, que reconoce a los mejores médicos de cada país.

Lea aquí la columna de opinión de Sandra Alfaro sobre nutrición

En su consultorio, la doctora ha comprobado algunos de los hallazgos de la investigación de la Alianza Bioversity International y el Ciat.
— Lo que veo a diario en las consultas es que en Cali hay un muy bajo consumo de frutas y verduras.

Son, justamente, los alimentos que más se desperdician en la ciudad.
— Por consiguiente, debido a las dietas desbalanceadas, la gente está sufriendo de obesidad e hígado graso, lo que puede generar otros problemas a nivel cardiaco o endocrino. Tanto el corazón, como el hígado y el riñón, trabajan en sinergia para tener ese equilibrio del cuerpo, y un hígado graso daña ese equilibrio. Con la infección por Covid–19, la ciencia demostró también que tener hígado graso u obesidad son factores de riesgo para que la enfermedad sea más grave. En resumen, lo que veo desde mi experiencia es que los caleños se alimentan con dietas altas en proteínas y grasas.

La investigación de la Alianza Bioversity y el Ciat advierte que en Cali “es alarmante” el consumo de alimentos de baja calidad nutricional. Lo que más comemos es arroz. También café, pan, leche, huevos, azúcar, golosinas, gaseosas, alimentos fritos, ‘mecato’, comidas rápidas. La carne, en los estratos 1, y 2, se reemplaza por embutidos: salchichón, por ejemplo. Solo el 34 % de los niños entre 6 meses y 2 años tiene una dieta mínima aceptable, dice la investigación.

“Entre un 70 y un 80 % de los hogares reporta que consume embutidos (salchichas, jamón), galletas, gaseosas y té, verduras crudas, golosinas o dulces y café. Las golosinas, los dulces y el café se consumen mayoritariamente en forma diaria y los demás alimentos se consumen generalmente entre 2 y 4 veces por semana”.

Parte del por qué ocurre ello se debe a cambios en los rituales para alimentarnos. Los abuelos almorzaban en la casa, con alimentos frescos preparados en el hogar. Hoy no ocurre así. No solo no nos reunimos para comer porque mantenemos de afán, sino que comemos cualquier cosa en la calle. Incluso en la virtualidad que impuso el coronavirus, aunque permanecemos en la casa, conectados a una pantalla, no hay tiempo de cocinar, luego se pide a domicilio.

La oferta de alimentos también se transforma para ahorrarle tiempo a esta ciudad afanada. Los supermercados están repletos de comidas listas para consumir, con conservantes y químicos, que a largo plazo tienen un efecto en la salud.

— Uno de los temas por analizar es el impacto en la dieta de los caleños de los almacenes que venden importados. Ya hay sección de importados en cualquier supermercado. Se trata de una tendencia de facilitar el acceso a alimentos ultra procesados, económicos y muy fáciles de preparar. Se prefieren, por citar dos casos, las habichuelas o las zanahorias partidas y congeladas, por encima de las frescas. Eso tiene un impacto positivo en el tiempo de preparación, pero no deja de ser comida ultra procesada que tiene cargas de otros químicos que van a generar alguna consecuencia en la salud de los habitantes de Cali –comenta la investigadora del Ciat, Sara Rankin.

La economía también determina lo que nos llevamos a la boca. Con la pandemia del coronavirus, y luego el paro nacional, los precios de los alimentos se elevaron mientras que en la ciudad crecía el desempleo y la informalidad. Y cuando disminuyen los ingresos, lo primero que se suprime en la canasta familiar es la carne. Ni siquiera el huevo, una opción barata hasta hace unos meses para reemplazar la proteína, está al alcance de todos. Subió un 40 %. Según el Dane, 2,4 millones de hogares en Colombia dejaron de comer tres veces al día a dos o incluso una vez, con consecuencias para la salud aún por determinar.

Las creencias sobre lo que comemos también son un factor determinante. A veces sucede que se supone que consumir un yogurt es más saludable que una gaseosa, cuando un yogurt puede contener más azúcar que un helado. Parte del secreto para saber comer, explica Sandra Alfaro, es entender que lo que nos llevamos a la boca no es para saciarnos, sentirnos llenos, sino para darle al cuerpo lo que necesita para mantenerse sano y llegar así a la tercera edad.

Es lo que sucede en Okinawa, un pueblo del Japón donde sus habitantes consideran la comida como medicina. Entre su dieta incluyen cinco porciones diarias de frutas y verduras, además de pescado. La dieta y la genética, creen los científicos, han permitido que los pobladores sean tan longevos: viven hasta los 100 años.

En Cali, una ciudad donde una de cada dos personas sufre de obesidad o sobrepeso, las causas relacionadas con las defunciones por enfermedades del sistema circulatorio son las que presentan mayor incidencia, según la Secretaría de Salud: infartos, isquemias, arritmias, insuficiencias cardiacas. Esto, hasta antes de la pandemia del coronavirus.

— En la Alianza Bioversity y el Ciat también decidimos hacer la investigación sobre el sistema alimentario de Cali con datos hasta 2019, para mostrar que la pandemia no es la causa de los problemas que encontramos. Vienen de mucho antes. En ese sentido, el diagnóstico pretende ser un aporte para unir esfuerzos del sector público y privado y enfrentar esos problemas. No parece un asunto prioritario, pero la comida puede ser una manera de resolver las otras complejidades que preocupan, como el desempleo. La comida genera ingresos en el campo, vidas dignas, le permite a la gente vivir bien sin tener que meterse a minería ilegal o asuntos ilícitos. Si estamos preocupados por la falta de puestos de trabajo, entonces, el sector alimentario es un generador gigantesco de trabajo, también en la ciudad. Y en muchos casos esos empleos no son muy calificados. Están abiertos a la población que no tiene una gran formación académica. Hay entonces una conexión con la comida para solucionar los problemas sociales. Es la columna vertebral de la economía, pero lo olvidamos. Y lo que se haga bien o mal con la alimentación impactará el sistema de salud. Si se hace bien, los costos en tratamientos disminuirán y habrá menos gente en edad productiva incapacitada por enfermedades relacionadas con la alimentación. Solucionar los problemas alimenticios es una oportunidad de desarrollo para Cali –dice Mark.

Vea la infografía con detalles del estudio

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