La COP16 de Biodiversidad, que se celebró en Cali, ha puesto a Colombia en el centro del escenario global. Durante estos días, la ciudad no solo es el epicentro de la diplomacia ambiental, sino también un ejemplo de cómo una administración local puede transitar hacia una gobernanza más inclusiva y sostenible.
Por su parte, Colombia, con su vasta riqueza natural y cultural, está demostrando su compromiso en liderar una agenda de conservación, proyectándose como un actor clave en la lucha global contra la crisis climática y la protección de la biodiversidad. Sin embargo, detrás del reconocimiento internacional y los compromisos adquiridos, surge una cuestión crucial: ¿Es viable cumplir con estos objetivos en un país donde la violencia rural y la falta de control territorial siguen siendo problemas persistentes?
El desafío más crítico para Colombia sigue siendo la inseguridad en las zonas rurales, donde grupos armados no estatales controlan más del 90 % de los municipios de la Amazonía, según Indepaz. Estos actores ilegales explotan los recursos naturales, desde la minería hasta la tala indiscriminada, obstruyendo el acceso de autoridades y guardaparques, lo que pone en riesgo los compromisos adquiridos en la COP16. En los últimos cinco años se han perdido más de 500.000 hectáreas en estas áreas debido a la deforestación ilegal, lo que hace casi imposible implementar proyectos de conservación en territorios sin control estatal.
¿Cómo implementar proyectos de restauración y protección en áreas donde el Estado apenas tiene presencia? Los compromisos de la COP16 son claros, pero la realidad es que el Estado colombiano necesita desplegar una presencia mucho más sólida. No se trata solo de aumentar la seguridad, sino de construir una infraestructura estatal que garantice servicios básicos, justicia y desarrollo económico para las comunidades más afectadas. Sin estas bases, cualquier plan de conservación está destinado al fracaso.
Uno de los pilares del plan presentado por la ministra Susana Muhamad es garantizar la participación de las comunidades indígenas y afrodescendientes en la protección de la biodiversidad, reconociendo su rol como custodios de vastas áreas del territorio nacional. Estas comunidades controlan algunos de los ecosistemas más ricos de Colombia, pero también han sido históricamente excluidas de las decisiones clave sobre el uso de sus tierras.
El desafío radica en que, para que estas comunidades puedan ser actores efectivos en la conservación, necesitan un marco de cogestión robusto que garantice no solo su participación, sino también un beneficio económico directo.
El plan de acción de biodiversidad propone remunerar a las comunidades por los servicios ambientales que prestan. No obstante, esto requiere un sistema eficiente y transparente que funcione en territorios marcados por la informalidad y la falta de infraestructura. Además, es esencial que la gobernanza de estos proyectos sea inclusiva y transparente, no solo en las decisiones sobre el uso de los recursos, sino también en la distribución equitativa de los beneficios. Crear comités mixtos con representantes del gobierno, la sociedad civil, las comunidades locales y los inversores puede asegurar que todos los actores tengan voz en el proceso.
El mayor reto para cumplir con los compromisos de la COP16 es la crisis de confianza que enfrenta Colombia entre los inversores. Según el Banco de la República, la inversión extranjera directa (IED) cayó un 28 % en 2024, alcanzando solo 6,7 mil millones de dólares, comparado con los 9,4 mil millones del mismo período en 2023.
Esta caída refleja el escepticismo sobre la capacidad del Estado para garantizar seguridad y transparencia en zonas de conflicto, donde el control territorial es limitado y la violencia es constante. ¿Cómo atraer financiación cuando muchas regiones del país operan casi como “estados fallidos”, sin control estatal efectivo y con una violencia cotidiana que ahuyenta a los inversores?
Una solución a este problema es fortalecer los marcos regulatorios y los sistemas de control para garantizar que los fondos se utilicen de manera adecuada. Además, las alianzas público-privadas pueden ofrecer un camino para compartir riesgos y crear estructuras de gobernanza más robustas que den confianza a los inversores. Estas alianzas, con la supervisión de organismos multilaterales como el Banco Mundial, pueden actuar como garantía de que los proyectos no solo se implementarán, sino que serán sostenibles a largo plazo.
A pesar de los desafíos, Cali y el Valle del Cauca han dado un paso adelante al albergar la COP16, demostrando que la región puede asumir un liderazgo en la agenda de conservación. No obstante, decir que ha sido un modelo de gobernanza inclusiva sería exagerado, ya que la región enfrenta los mismos retos estructurales que otras áreas del país.
El verdadero desafío ahora es consolidar esta oportunidad, superar las barreras de seguridad y corrupción y sentar las bases para una gestión más transparente que no solo inspire confianza a los inversores, sino que impulse un desarrollo sostenible real.
Si Colombia logra abordar estos problemas desde una perspectiva más estructural, la COP16 no solo será un evento de prestigio internacional, sino el punto de partida para un cambio duradero en la gobernanza ambiental del país.