En esa carretera no nos corresponde conocer o ver lo que vendrá. Su fin nadie lo conoce con certeza, ni a dónde va a parar. Vamos todos en una linda pasarela de una acuarela que un día, al fin, se decolorará. Esa misma carretera gris hacía dos años se había tragado a Ruby, mi hermana mayor. La vi remontar las escaleras de barro y luego difuminarse entre los últimos arbustos del follaje, que desde casa parecían el paisaje de un cuadro enmarcado por los guaduales. No supe a dónde iba.
Un día, recostada sobre la verja, miré hacia las escaleras de barro. Iban a ser las doce, no había para el almuerzo, el desayuno fue un huevo tibio que partieron en cinco cascos. Mi mamá y mis hermanos esperaban a papá que reciclaba las basuras de las calles altas y vendía los objetos encontrados en un pulguero, pero yo no sentía hambre, estaba emocionada. Descalza, el vestido harapiento, la cara tiznada, el pelo amarrado con el cordón que mamá rescató de un zapato viejo, estrenaba una rosa, recién florecida, en la oreja. Por el color reverdecido de las plantas, y el presentimiento de un advenimiento, supuse que, proveniente de la carretera, algo nuevo emergería entre el follaje. Me quedé dos horas de pie, la mirada fija en el camino, esperando mientras jugaba con las hojas de una enredadera.
A las tres, vi aparecer a Ruby como una asunción, vestida de blanco. Bajó despacio, una enorme maleta en la mano. Su sonrisa se dibujó de a poco entre la espesura, la acuarela del bosque cobró vivacidad y alegría. La abracé. Mamá lloró emocionada. Papá llegó unos minutos más tarde, arribó con el costal casi vacío, bostezó y saludó a la primogénita:
—Dios te bendiga mija, no tenemos ni un trago de café para brindarte.
Ruby le entregó unos billetes a papá. Él subió las escaleras hasta la tienda. Cuando Ruby abrió la maleta me entregó una muñeca grande, gorda, de pelo dorado y ojos redondos. En el vestido blanco de ruedo rosado tenía flores bordadas, los zapatos eran negros y las mejillas coloradas. La recibí con el corazón sobresaltado. Le puse Estefanía y me prometí que un día, si la providencia quería que yo saliera del rancho y cogiera la carretera para llegar hacia un destino insospechado, Estefanía iría conmigo porque ella conocía los caminos y lugares que habían más allá de la avenida.
Antes de la cena me agarré a empellones y mordiscos con mis cuatro hermanos. Todos me disputaban la muñeca. Rodrigo y Carlos hablaron de arrancarle la cabeza, quitarle el pelo dorado y cogerla de pelota para jugar futbol; Julio y Bernardo en pararle los pelos, rayarle la cara con carbón y agujerearle el vestido para ponerla como espantapájaros en la chagra, y que fuera su piel de plástico y no las matas de cebolla y cimarrón la que recibiera el picotazo de los cuervos hambrientos. Ni los empujones, ni las jaladas de pelo que me dejaron la cola descompuesta, ni las amenazas de venganza cuando estuviéramos solos, nada logró que soltara mi muñeca.
Durante la cena pesqué trozos de plátano en la sopa, hilachas de carne desmechada, y se las di a Estefanía. Papá me dio una gaznatada por botar la comida. No me importó y me las arreglé para compartir con Estefanía los huevos, los estofados y los sudados, porque con la visita de Ruby nos dedicamos a ponernos al día con las hambres atrasadas. Mamá se la pasaba recogiendo los bocaditos que se deslizaban por la cara redonda de la muñeca hasta el piso. Al cabo de dos semanas todos habíamos engordado y recuperado el color. Yo engordé tanto como la muñeca y la llevaba a todas partes. Solo en la mañana, a las diez en punto, cuando me bañaba en la quebrada, la dejaba sentada junto a una piedra y me sumergía en las aguas mientras ella me miraba con su infinita quietud.
Ruby se despidió un martes. Todos la rodeamos llorando. Estefanía y yo la abrazamos. Nos dejó un mercado que duró cinco días. Pronto volvimos a bostezar y a sentirnos aletargados.
Aunque el viejo dio vueltas durante varios días por las basuras de los barrios altos, no encontró objetos en buen estado que vender en el pulguero. Yo seguía aferrada a la muñeca, dispuesta a defenderla de mis hermanos, que no desaprovechaban oportunidad para amenazarme con quitármela.
A las 2 de la tarde del jueves nos sirvieron un líquido desabrido de cebolla, sal, agua y cilantro. Ya estábamos de nuevo amarillos y con los ojos brotados. Solamente la muñeca seguía con la cara redonda y los cachetes sonrosados. Al otro día, mareada y con la fatiga fabricando arcadas en mi estómago, caminé hacia el río con Estefanía en las manos. Papá, en un gesto inentendible, se relamió cuando vio a mi muñeca, pensé en que la había confundido con una muñeca comestible, como si llevara cerezas en las mejillas o bizcocho de relleno. Cuando salí del río, la muñeca no estaba donde la había dejado, la busqué desesperada en la quebrada, imaginando su cabeza pateada por mis hermanos, después fui a la chagra para ver si la descubría empalada y con los pelos parados recibiendo los picotazos de los cuervos. Al almuerzo había sancocho. Me comí la sopa extrañando a Estefanía, a escondidas reservé tres trozos de plátano cocido para cuando apareciera, debajo de una cama o escondida entre la maleza del barranco. De pronto, mamá me sirvió la presa más grande, dijo que comiera, que papá había caminado hasta un poco más allá de la carretera y había traído un enorme pollo campesino que había costado, en monedas, el peso de mi amada Estefanía. Lloré y supe que estaba destinada a que aquella carretera se tragara todo lo que amo, sin saber si un día volvería abrirse para traerme las cosas que yo anhelo.