La película ‘Prozac Nation’ (2001), realizada por el director noruego Erik Skjoldbjærg, es una adaptación del libro homónimo de Elizabeth Wurtzell. La depresión no es un tema raro, muchos la consideran una epidemia que poco a poco consume la salud mental de Occidente y reduce la calidad de vida de la población mundial, tal vez por esto en 1994 cuando Elizabeth Wurtzel publicó el libro, se convirtió en un 'best seller' que impulsó la comunidad norteamericana a replantearse la forma en que se aborda esta enfermedad y las medicinas que pueden representar una opción eficaz para incrementar la calidad de vida de los pacientes. El tema es sencillo: una joven estudiante pierde el rumbo de su vida cuando experimenta un episodio depresivo mayor, que pulveriza de un momento a otro su vida.

El elenco está conformado, en primer lugar, por Christina Ricci como Elizabeth Wurtzel (Lizzie), Jason Biggs (Rafe), Michelle Williams (Ruby), Jonathan Rhys Meyers (Noah), Jessica Lange (Lynne Wurtzel), Jesse Moss (Sam), Nicholas Campbell (Donald Wurtzel), Anne Heche (Dra. Sterling) y Lou Reed.

La historia es cruda, pero si consideramos que es autobiográfica, el final es alentador. La adaptación de Skjoldbjærg impuso un desafío para Christina Ricci, que interpreta a Lizzie y consigue —a pesar de su estética emo— retratar el ascenso y decaída anímica del personaje sin imposturas que hagan flaquear su actuación.

Los testimonios de quienes han sufrido o conviven con personas deprimidas incluyen contratiempos dolorosos, capaces de derrumbar las ilusiones de todos, esta película describirá de forma atrevida el desastre mayor de Lizzie que es ser su espada y su pared.

En la primera escena, Skjoldbjærg nos presenta a Lizzie devastada, a la orilla de la cama, desnuda y sin ningún tipo de expresión para encarar la visita familiar que su madre Lynne Wurtzel (Elizabeth Lange), ha planeado. La intromisión de su madre deja algo claro: Lizzie es un personaje atrapado en la paradoja de muchos hijos de la modernidad: padres ausentes, madres invasivas, como lo sentenció Palaniuck: “Somos una generación criada por mujeres solteras”.

Los pequeños sucesos cotidianos son los propiciadores de los grandes desastres, ya lo dijo un poeta “enhebrando una aguja me saco el ojo”. Pronto la historia salta del hogar de Lizzie y su madre, a Harvard, donde ha ingresado becada: uno de sus artículos fue publicado en la revista Seventeen, convirtiéndola en una celebridad entre las jovencitas norteamericanas que se habían sentido inspiradas por la historia de su ruptura con el padre y la posterior reconciliación. Entonces, no asistimos al drama de una mujer fracasada, atestiguamos la degradación mental de una mujer joven que ha ganado mucho.

En la universidad compartirá cuarto con Ruby (Michelle Williams), por lo que su amistad se convertirá pronto en un vínculo cercano de complicidad y paciencia.

La esposa de Hemingway cuenta que el más rudo entre los rudos se voló la cabeza porque la enfermedad ya le impedía escribir. Un escritor que no puede escribir es como un pintor al que le arrancan los ojos, así en la universidad Lizzie experimenta el exceso de libertad que aniquila el placer y lo convierte en dolor: promiscuidad, alcoholismo y un largo etcétera, que se convierten en una excusa para evadir su incapacidad sintomática de escribir, esta imposibilidad dispara la ansiedad del personaje y termina por anularle la razón.

En un concierto de Lou Reed, Lizzie vive una experiencia exagerada de estimulantes que la hace alucinar con el cantante seduciéndola. Lou Reed aparece en la película como un representante iluminado de la depresión y la angustia mental, un cliché necesario. Pero en lugar de Reed, termina involucrada con Noah (Jonathan Rhys Meyers) y Rafe (Jason Biggs). Estos dos personajes masculinos encarnarán sus fracasos creando vínculos con el personaje, algo que la hará ingresar en un profundo estado de frustración maníaca. El padre de Lizzie, aparece pocas veces durante la historia, pero cada vez que lo hace, vendrán episodios eufóricos que terminan por aplanar emocionalmente a Lizzie. Después de que la historia es tensada hasta el límite, llega la redención y la clarificación de la vida del personaje.

Cuando Elizabeth Wertzel publicó el libro en 1994, la crítica fue ambigua: "Es una Sylvia Plath con el ego de Madonna", afirmó Ken Tucker en The New York Times Book Review, pero también gozó de un lindo elogio por parte de Michiko Katutami, la legendaria crítica literaria del New York Times, cuando describió a 'Prozac Nation' de la siguiente manera: “a veces desgarrador, a veces cómico, indulgente consigo mismo, consciente de sí mismo, 'Prozac Nation' posee el candor crudo de los ensayos de Joan Didion, el irritante exhibicionismo emocional de Sylvia Plath en 'La campana de cristal' y el humor oscuro de una canción de Bob Dylan". Esta misma regla aplica para la adaptación de Erik Skjoldbjærg, es una película que se extravía en el universo de Lizzie, en sus culpas, en sus recaídas, en la negación a tomar un tratamiento farmacológico que le ayude a equilibrar la química de su cerebro.

No podemos decir que 'Prozac Nation' represente un logro cinematográfico, pero sí la podemos considerar un catálogo melindroso, basado en la vida de una mujer deprimida, que refleja a 300 millones de personas que enfrentan las consecuencias de esta enfermedad silenciosa. La salud mental es como la ficción: vemos y escuchamos historias que son irreales hasta que demuelen nuestras casas. 'Prozac Nation' (el libro y la película) nos exponen una esperanza amarga a la que es difícil recurrir, pero podría considerarse que este poder de conectar la ficción con la realidad es lo que convierte los productos de entretenimiento en recursos de labor social.