Manuel encontró un elefante muerto sobre su cama. Se tapó la nariz, protegiéndose del hedor a descomposición que se había apoderado de su habitación, mientras observaba las moscas sobre la trompa que caía a un costado dejando escapar un hilo de sangre seca que manchaba la sábana y parte de las baldosas. Había pasado la noche en el sofá, luego de leer durante varias horas los exámenes de sus estudiantes. Pensó que si por error hubiese dormido en su cama, con seguridad acompañaría al elefante, asfixiado debajo de su enorme panza o estrangulado entre sus patas. Miró la ventana y después la puerta. Haciendo un cálculo ligero, concluyó que era imposible que el elefante hubiese entrado por cualquiera de las aberturas. Rodeó la cama y se aproximó a la ventana. Su apartamento estaba ubicado en el cuarto piso de un edificio del barrio San Fernando. Vio en la distancia la calle Quinta, el estadio Pascual Guerrero y las paredes curtidas del Hospital Departamental. Salió del cuarto en dirección al baño, se lavó la cara y se miró en el espejo. Se palpó la barba, sacó la lengua y mojó sus labios, se peinó el cabello. No notó nada raro en su apariencia.
Se dirigió a la sala, se acercó a la mesa de café donde estaban los exámenes e inspeccionó el paquete comprobando que estaba como lo había dejado la noche anterior. Todo lucía de la manera acostumbrada, excepto por el elefante muerto sobre su cama. Regresó a la habitación sintiendo un retorcijón en el estómago. Se acercó al elefante, tocó una de sus patas y sintió la piel rugosa en la yema de sus dedos. Acarició su lomo, que ya había adquirido el rigor mortis, y continuó con su mano abierta sobre la cabeza que parecía formada por dos pequeñas colinas. Recordó el relato de Ernest Hemingway Colinas como elefantes blancos y vio el libro de cuentos puesto al lado de la cama, sobre el nochero.
No era un elefante blanco. Era azul como un cielo sin nubes teñido por un ocaso triste. Manuel buscó el teléfono y llamó a su padre. Escuchó el pito del teléfono y se puso todavía más nervioso. Imaginaba el gesto de su papá: las cejas levantadas, los labios curvados hacia abajo y los pómulos ligeramente son- rosados de rabia. Estaba seguro de que no le creería y empezaría a despotricar sobre su vida.
—Hay un elefante muerto en mi cama —dijo al oír una voz, sin dar tiempo a la pregunta que escuchaba cada vez que llamaba o visitaba a sus padres: ¿cómo va tu vida?
—¿Qué? —preguntó su madre.
Esta era más insistente que su padre. Desde que Camila, su mujer, lo abandonó llevándose a sus hijas a Bogotá, ella sentía cierta aversión por su hijo. Dos meses antes, mientras su mujer trabajaba y sus hijas estudiaban, Manuel había hecho el amor con una de sus colegas sobre la cama donde yacía el elefante muerto.
—Soy yo, mamá. ¿Papá está?
La voz desapareció y luego oyó la voz de su padre.
—¿Cómo va tu vida?
La pregunta lo irritó. Quiso colgar pero se contuvo.
—Hay un elefante muerto en mi cama —dijo.
—¿Estás borracho o consumes drogas?
—¿Qué? No estoy borracho y no consumo drogas, papá. Te estoy diciendo la verdad. Hay un elefante muerto en mi cama.
Su padre susurró una maldición y guardó silencio un instante. Luego dijo:
—Si hay un elefante en tu apartamento explícame cómo subió los cuatro pisos. Lo que dices no tiene ningún sentido. Si no estás borracho, entonces finalmente te enloqueciste. Eso te pasa por no ponerle orden a tu vida.
Manuel colgó, convencido de que seguir hablando con su padre empeoraría las cosas. Marcó el número de la policía y le explicó a un oficial lo que pasaba.
—¿Me está diciendo que mató un elefante en su residencia?
—No. No lo maté. Lo encontré muerto sobre mi cama.
—Si no lo mató, ¿quién lo hizo?
—No lo sé, cuando desperté estaba allí. Yo dormía en el sofá.
—¿Me quiere decir que apareció un elefante muerto en su habitación y no sabe por qué?
Manuel colgó asustado. Trajo una silla del comedor y se sentó cerca de la cama a mirar el elefante. Sabía que su padre y el policía tenían razón: ¿cómo era posible que hubiese un elefante muerto en su cuarto? ¿Cómo había entrado? ¿Por qué no lo había escuchado? ¿De qué manera había franqueado la entrada sin llamar su atención? «Enloquecí», se dijo palpándose la cara, dándose golpecitos en los cachetes, «tengo que llamar a alguien para que venga, para que me diga que no estoy loco».
Una hora más tarde, Alejandra, su amante, golpeaba la puerta con timidez. No podía olvidar lo ocurrido cuando estuvo en aquel apartamento: Manuel se puso a llorar después de hacer el amor con ella. Rodó como un niño hacia un costado de la cama y se sentó con la cabeza escondida entre las manos, dejando escapar un llanto que podía oírse desde el primer piso.
Manuel abrió la puerta y sintió otro retorcijón en el estómago, como si su mujer o sus hijos estuviesen viéndolo. Alejandra se acercó y lo besó. No estaba segura de por qué la había llamado, pero supuso que aquella invitación era el comienzo de una relación en serio. Un día antes se había enterado de que Camila había abandonado a Manuel y había sentido una alegría extraña. Felicidad por el mal ajeno. Él apenas le devolvió el beso. Ella sintió sus labios fríos y su corazón se aceleró. Lo abrazó y empezó a quitarle la camisa.
—¡Espera! No te he llamado para eso.
Alejandra se detuvo, con las manos en el aire y respirando su aliento turbio; lo miró un momento aguardando una explicación que no llegó. Entonces reanudó su tarea. Lo despojó de la camisa mientras iba empujándolo hacia el cuarto. Manuel no se atrevía a decir nada por temor a parecer un loco. Daba vueltas a las palabras buscando las adecuadas para explicar que había un elefante muerto sobre su cama. Alejandra no le preguntó por qué no había ido a trabajar. No le contó lo que había dicho el rector cuando se acercó a las siete de la mañana para decirle que lamentaba que ella hubiese terminado enamorada de un hombre como él: un pelele, un don nadie, un fracasado, un tipejo de poca monta que ni siquiera preparaba sus clases. Tampoco le dijo del lío que se armó porque tuvieron que hacer que Ricardo, el profesor de Educación Física, se ocupara de sus cursos. Continuó empujándolo, quitándole los pantalones mientras, en intervalos cortos, ella se despojaba también de su ropa. Cuando cruzaron el umbral del cuarto Manuel gritó:
—¡Hay un elefante muerto en la cama!
Alejandra se detuvo, alzó la cabeza para ver la sábana revuelta y la almohada en el piso. No vio ningún elefante.
—¿Es un tipo de chiste? —preguntó alejándose de su amante.
Manuel volteó y ahí estaban los restos del elefante, rodeados por un pelotón de moscas. Alejandra lo abrazó de nuevo y él se dejó llevar convencido de que cualquier cosa que dijese no tendría sentido para nadie, excepto para él. Se acostaron en la cama, junto a las patas del elefante, e hicieron el amor. Manuel podía sentir el hedor a descomposición recorriendo su garganta, y veía los ojos cristalinos del elefante que lo reflejaban de manera imprecisa, como si se hubiese deformado tras la partida de su mujer. Sintió deseos de llorar, pero se contuvo. Cerró los ojos e imaginó que Alejandra era Camila y que solo estaban ellos dos derramándose sobre la cama.